Hablando en plata: que a los grises les pone usted el hierro que quiera de ese encaste al que tanto critica el torismo y pasan perfectamente por cualquiera de la divisa Domecq que atraviese su época más desencastada. Bueno, maticemos: las hechuras eran las propias de los albaserradas, pero digamos que se pasaron de entipados
y no salió ningún marqués. Había ejemplares de trapío indigno para esta
plaza. Y eso se lo escuchamos decir a la salida de la plaza a los
mismos que ayer no se atrevieron a preguntar desde el tendido aquello de
«¿dónde están los veterinarios?»,
cantinela de tantas tardes. Ningún buen aficionado busca elefantes ni
persigue sacar al toro de tipo, pero ni tanto ni tan calvo...
Vimos sonrojarse a uno a la salida del primero, en el que una voz del «7» se alzó para decir qué pintaba esa «raspa», con sus pitones, en el ruedo de Madrid. Olvidamos su estrechez cuando planeó en la muleta. ¡Cómo fue «Cariñoso III»! Juego bravo y superior para hacer el amor y no la guerra. Robleño, acostumbrado a batallar con reses duras de pelar, no acabó de estar a la altura del ejemplar, tan amexicanado.
Humillaba con movilidad y a veces hasta hacía el avión. Se antojaba
requisito imprescindible dejarle la tela puesta y llevarlo tapado. A
derechas y a izquierdas. El aguerrido matador perdía excesivos pasos hasta que ya en el último tramo extrajo una emotiva tanda diestra. Con el acero estuvo espantoso, al igual que en el más serio cuarto, saludado con vibrantes verónicas.
Las banderillas de Otero
Bien picado por Pedro Iturralde, el espectáculo vino con dos pares de banderillas de Ángel Otero,
valiente de verdad y desafiante. Torero, en una palabra. Robleño se
dobló con poder y le buscó las vueltas por ambos pitones. Obedecía a los
toques, aunque por si alguien había olvidado su hierro, «Mantecoso» le envió un recado a la hombrera. Meritoria la actuación del matador con un toro que se apagó y fue a menos, tónica general del conjunto.
El segundo brindó esperanzas en el capote, pero luego
careció de recorrido y se marchaba con la cara arriba. Faena pulcra y
asentada de Pérez Mota,
que trató de echarle los vuelos al hocico, entre la indiferencia del
aburrido personal. Más dubitativo anduvo con el quinto, que por cierto
dobló dos veces las manos. Ni una queja. Si llega a pasar con alguna de las ganaderías que se avecinan esta semana, oyen las palmas de tango hasta los patos muertos del Manzanares. Para colmo, «Meloso» se aplomó.
No acabó de hallar el acople con el tercero un voluntarioso Miguel Ángel Delgado, a punto de ser prendido al perderle la mirada. El sexto, que había derribado al picador, desarrolló la menor clase,
siempre con el morro arriba y distraído. Lo intentó el sevillano sin
convicción ni lucimiento. Para pocos brillos estaba el plúmbeo festejo. Gris cárdeno
como el pelaje de los escolares, gris plomizo como su guión. «Unos
crían la fama y otros cardan la lana», me espetó un abonado camino de
ABC. Pues eso... El doble rasero de Madrid.
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