domingo, 11 de mayo de 2014

Escolares grises de trapío y raza en San Isidro

Se anunciaban los grises de Escolar en los carteles. La afición con querencia a esta ganadería estaba de enhorabuena, pero el desencanto fue generalizado, por comportamiento y por presencia. Y no se vayan a creer que arreciaron las protestas, salvo cuando asomó la cabra montesa primera, que al final sería la res más maravillosa de la corrida, por su juego extraordinario. Porque el resto de grises (no confundir con la institución armada) tuvieron una raza parecida a «la vaca que ríe», bajo mínimos. De varas, ni hablamos... Eso sí, fue tela de noblota y obediente a los cites.

Hablando en plata: que a los grises les pone usted el hierro que quiera de ese encaste al que tanto critica el torismo y pasan perfectamente por cualquiera de la divisa Domecq que atraviese su época más desencastada. Bueno, maticemos: las hechuras eran las propias de los albaserradas, pero digamos que se pasaron de entipados y no salió ningún marqués. Había ejemplares de trapío indigno para esta plaza. Y eso se lo escuchamos decir a la salida de la plaza a los mismos que ayer no se atrevieron a preguntar desde el tendido aquello de «¿dónde están los veterinarios?», cantinela de tantas tardes. Ningún buen aficionado busca elefantes ni persigue sacar al toro de tipo, pero ni tanto ni tan calvo...

Vimos sonrojarse a uno a la salida del primero, en el que una voz del «7» se alzó para decir qué pintaba esa «raspa», con sus pitones, en el ruedo de Madrid. Olvidamos su estrechez cuando planeó en la muleta. ¡Cómo fue «Cariñoso III»! Juego bravo y superior para hacer el amor y no la guerra. Robleño, acostumbrado a batallar con reses duras de pelar, no acabó de estar a la altura del ejemplar, tan amexicanado. Humillaba con movilidad y a veces hasta hacía el avión. Se antojaba requisito imprescindible dejarle la tela puesta y llevarlo tapado. A derechas y a izquierdas. El aguerrido matador perdía excesivos pasos hasta que ya en el último tramo extrajo una emotiva tanda diestra. Con el acero estuvo espantoso, al igual que en el más serio cuarto, saludado con vibrantes verónicas.

Las banderillas de Otero

Bien picado por Pedro Iturralde, el espectáculo vino con dos pares de banderillas de Ángel Otero, valiente de verdad y desafiante. Torero, en una palabra. Robleño se dobló con poder y le buscó las vueltas por ambos pitones. Obedecía a los toques, aunque por si alguien había olvidado su hierro, «Mantecoso» le envió un recado a la hombrera. Meritoria la actuación del matador con un toro que se apagó y fue a menos, tónica general del conjunto. 

El segundo brindó esperanzas en el capote, pero luego careció de recorrido y se marchaba con la cara arriba. Faena pulcra y asentada de Pérez Mota, que trató de echarle los vuelos al hocico, entre la indiferencia del aburrido personal. Más dubitativo anduvo con el quinto, que por cierto dobló dos veces las manos. Ni una queja. Si llega a pasar con alguna de las ganaderías que se avecinan esta semana, oyen las palmas de tango hasta los patos muertos del Manzanares. Para colmo, «Meloso» se aplomó.

No acabó de hallar el acople con el tercero un voluntarioso Miguel Ángel Delgado, a punto de ser prendido al perderle la mirada. El sexto, que había derribado al picador, desarrolló la menor clase, siempre con el morro arriba y distraído. Lo intentó el sevillano sin convicción ni lucimiento. Para pocos brillos estaba el plúmbeo festejo. Gris cárdeno como el pelaje de los escolares, gris plomizo como su guión. «Unos crían la fama y otros cardan la lana», me espetó un abonado camino de ABC. Pues eso... El doble rasero de Madrid.

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