lunes, 28 de julio de 2014

El César del toreo

César Rincón se abraza a Don Juan Carlos tras la Beneficencia de...
César Rincón se abraza a Don Juan Carlos tras la Beneficencia de 1991.

«No vengo a explicarles quién ha sido César Rincón, simplemente quiero agradecerles habérnoslo prestado estos 25 años [de alternativa]», dije ante el abarrotado auditorio del Club Nogal de Bogotá horas antes del adiós del César del Toreo en la Santamaría en el primaveral febrero de 2008. No sabía cómo enfocar el diálogo mano a mano con Rincón sin provocar en su patria rechazo alguno por españolito sapientín, así que a continuación saqué del cofre de madera que viajaba conmigo una bandera de España, de seda y bordado artesanal, a modo de rendición de Breda ante el torero que nos había conquistado.
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La idea la copié en aquel año de despedida en el que alucinaba en cada una de las últimas tardes de César en las principales plazas de Francia: antes de la corrida el alcalde de la ciudad, no el presidente de la peña Borratxolaris, ni el secretario de la agrupación el TBO, el alcalde, de Nimes o Dax, le entregaba las llaves de oro. «¡Qué mal lo hemos vuelto a hacer a este lado de la frontera!», pensé a la vez que tomaba conciencia de la dimensión histórica del César.

Cuando nos envolvimos abrazados en la bandera de España en la capital que lo parió, por el broncíneo rostro del maestro rodaron lágrimas como puños. La vida y la carrera de César Rincón fueron una batalla trágica, como la del toro 'Bastonito', un mar de adversidades, una montaña rusa. Para cuando le sonrió el destino en 1991, Rincón había perdido a su madre y a su hermana en el 82 en un terrible accidente: las velas que encendieron para que una tarde de novillada rodasen las cosas prendieron un voraz incendio. Una década después, Dios oyó las plegarias con retraso. El 21 de mayo del 91 la Puerta Grande de Las Ventas se descerrajaba para un colombianito a quien el Consejo (político) de Asuntos Taurinos de entonces puso cara de 'malhuele' por su inclusión en la Feria de San Isidro, olvidadizo de su golpe previo de atención en la mesa venteña con una corrida de Cuadri.

La hazaña del 91

En la habitación del hotel Foxá no cabía un alfiler una hora después. Sonó el teléfono. Su apoderado, Luis Álvarez, palideció y se llevó al glorioso triunfador al cuarto de baño: la empresa quería que al día siguiente César Rincón sustituyese a Fernando Lozano. Una corrida de Murteira, Espartaco en el cartel. Cara o cruz con las 40 corridas que nada más doblar el último toro se habían hecho. Nunca el destino de un torero se habrá cocido sentado en la tapa de un váter. Luis y César dijeron que sí. Y el 22 de mayo de 1991 se repitió la salida a hombros con la llave de la pureza, el sabio manejo de las distancias, la muleta por delante, el pecho ofrecido, el embroque, la hondura, el toreo eterno.

Colombia entera seguía la hazaña pegada a los transistores con su cultura de radio. «Antes de él éramos un país de perdedores. Nos consolábamos conjugando el verbo 'casitriunfar'. Vivíamos todavía celebrando el empate con la Unión Soviética del Mundial de fútbol del 62». Antonio Gossaín hablaba del boxeador Kid Pambelé, el antecedente inmediato a Rincón en la oxidada cadena de ídolos de Colombia. Pero bien podía hacerlo del indio de piedra bogotano.
 
Pambelé ganó el título de campeón del peso welter en 1972 y a su regreso lo pasearon en lo más alto de la escalera de un camión de bomberos por toda Bogotá, atestada de una multitud desnutrida de esparanza. La misma escena se repitió casi 20 años después con el maestro convertido en mito. Porque después de aquellas dos Puertas Grandes consecutivas vinieron otras dos más: en la Beneficencia -el abrazo del Rey Don Juan Carlos fue el abrazo con América a través de la Tauromaquia- y en el Otoño de aquel mismo año. 'De Madrid al cielo', como tituló Javier Villán la primera biografía oficial. Madrid se lo dio todo pero nunca le regaló nada: «Si no salgo en el 95 la quinta vez por la Puerta Grande, ya me habrían quitado de aquí». La matrícula del pasoporte no abrió ninguna puerta. Al contrario. Y en 2005 descerrajó el portón venteño por sexta vez. La séptima se le resistió. Mas aquella sexta traía el sabor de la superación absoluta: una hepatitis C le había quitado del toreo en 1999. Fue su envenenada y silenciosa compañera de viaje desde 1990: la sangre contaminada que le salvó en Palmira de la cornada más grave de su trayectoria pasó su factura con el transcurrir de los años. El tratamiento con Interferón -antiguo Intrón A o Roferón- lo traía tan exhausto como la enfermedad. Su piel aceiutanada perdió el color de la tierra, el pelo se le afligió hasta casi desaparecer y su cuerpo perdía el peso del empaque que llenaba los vestidos de torear. La hepatitis se resistió más que el toro de Astolfi del 95, que se tapaba la muerte con sus lenguas de fuego.

Victoria contra la hepatitis C

El día que el doctor Paniagua le llamó para contarle la victoria contra la enfermedad César Rincón viajaba en coche con su mujer Natalia y Felipe Lafita, el amigo, el ganadero que le vendió la clase y la ganadería de El Torreón. César sólo pensó en celebrarlo toreando una becerra. Ni siquiera podía con la muleta. Lloró, pero de alegría. Y marcó el teléfono de su apoderado, Luis Manuel Lozano: «Quiero volver».
 
La vuelta se convirtió en realidad en 2003 en una temporada de rodaje. Nadie a ciencia cierta sabía si Rincón sería el mismo torero que había rendido España, arrasado América y seducido Francia. Como si la raza que lo encumbró hubiera desaparecido con la hepatitis C, como si la voluntad de hierro que lo forjó no existiese ya, como si la fe que no cejó desde la alternativa en 1982 hasta su eclosión en el 91 se hubiera perdido en el desierto del tratamiento infernal. Olvidaban que César había sido un niño pobre y un torero de éxito tardío con hambre de historia.

De la mano de papá, fotógrafo taurino, recorría para sobrevivir a finales de los 70 los pueblos en feria haciendo retratos de la Fiesta profunda, y jugaba al toro con su perrillo con aquellos bracitos cortos de los que nunca supimos cómo daban cabida a un toreo tan grande y sin dobleces. Madrid se entregó otra vez a su maciza pureza en 2005 en competencia con El Cid en su apogeo. Como se destocó Sevilla con un bravo toro de Jandilla. Como explotó Valencia por San Jaime con un corridón de El Pilar. Como bramó Barcelona en su despedida española en el incipiente otoño de 2007, abrazado a una bandera de Colombia y otra de España.

En la noche de su adiós en Bogotá, en la primavera de aquel febrero de 2008 el César toreó su ganadería, Las Ventas del Espíritu Santo, y rivalizó de nuevo con la figura que más había «envidiado por su capacidad», según sus propias palabras: Enrique Ponce, la antítesis de su concepto. «No vengo a explicarles quién ha sido César Rincón, simplemente quiero agradecerles habérnoslo prestado estos 25 años», había dicho yo horas antes.

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