miércoles, 18 de febrero de 2015

LAS FIESTAS TAURINAS DE 1858 EN MÉRIDA

Jesús Rondón Nucete
Mérida de antaño

El primer cartel:

Los días 20, 21 y 22 de abril de 1858 se celebraron en Mérida las primeras corridas de toros de las que se tenga cabal noticia. Antes las hubo y así consta en distintos documentos. Pero, poco conocemos de las mismas: ignoramos el nombre de quienes las organizaron y participaron en ellas. Es posible que algún archivo público o algún viejo baúl guarden manuscritos o impresos que nos digan algo más que una fecha. En un apunte del 20 de septiembre de 1793 Antonio Ignacio Rodríguez Picón anotó: “.. fui a los toros de El Llano” . Y recordando un suceso de 1877, afirmaba Tulio Febres Cordero: “Sin fiestas no había toros. Es la diversión favorita de la masa del pueblo. La gente de los contornos acudía por oleadas” (Memorias de un muchacho). La fiesta de toros era, pues, conocida en Mérida, desde muy antiguo.
 
Asegura Álvaro Parra Dávila (200 años de la fiesta de toros en Mérida) haber leído una “vieja crónica” en la cual se relata lo acontecido en la ciudad durante una capea de toros organizada en 1666.  En aquella lejana fecha el Gobernador de la Provincia Miguel de Ursúa y Arismendi, de la Orden de Calatrava y Conde de Gerena, para dar cumplimiento a una Real Cédula de 1662, ordenó celebrar el nacimiento  del Príncipe Carlos José  con misas, dos corridas de toros, peleas de gallos y comidas populares. Lamentablemente, el mayor cronista taurino de la ciudad no señaló la fuente consultada ni su ubicación. En todo caso, debe aclararse que Ursúa y Arismendi sirvió como Gobernador interino desde el abril de 1663 (término de Tomas de Torres y Ayala) hasta finales de 1664 (cuando se encargó  Gabriel Guerrero y Sandoval).

El mismo Parra Dávila nos informa con más precisión de las tres capeas de toros celebradas en honor de Nuestra Señora de la Candelaria en febrero de 1797, por disposición del Teniente Justicia Mayor Antonio Ignacio Rodríguez Picón. Contó el gobernante con el apoyo del Vicario Capitular, Francisco Javier de Irastorza. Se toma esa fecha como la inicial de la tradición taurina de Mérida, que viene de la época colonial.
  
La falta de datos precisos referidos a la primera parte del siglo XIX se debe, en parte, a que no existía imprenta en Mérida por entonces. Y por tanto no se publicaron los programas de las fiestas que ya se celebraban. Aunque la primera litografía se fundó en 1840 y la primera imprenta se trajo en 1845, no se conoce ninguna hoja salida de esos talleres sobre la fiesta de los toros. Ha llegado hasta nosotros una –muy hermosa – publicada el 12 de abril de 1858 en la Imprenta de la “Gran Convención” por Juan de Dios Picón Grillet (1836 – 1889). Dos años antes, este comerciante había adquirido y dado su nombre a la segunda imprenta, introducida en 1853, y la había enriquecido  mucho en tipos y grabados y adornos que el mismo fabricaba. Entre las más interesantes de sus publicaciones figura el programa de las Fiestas Populares en celebración del triunfo espléndido de la santa causa de la libertad, tal vez el primero de su tipo en Mérida y en la región andina. En formato de 44,5 cms. por 34 cms. el programa aparece dentro de un recuadro decorativo que en la parte superior tiene una viñeta: sobre un fondo de paisajes marinos, dos mujeres (la justicia y la libertad) rodean un óvalo, con un faro en su interior, que sostiene un mundo coronado por un águila.

Puede decirse que se trata del primer cartel de toros de Mérida. Invita para las corridas que habrían de celebrarse en la ciudad con motivo del triunfo de la revolución que días antes puso fin al gobierno de J. T. Monagas que amenazaba la libertad. “El pueblo de Mérida, que se ha distinguido siempre por su amor a la causa de la libertad y que desde el glorioso 19 de abril viene dando testimonio de su patriotismo acrisolado, no dejará pasar esta oportunidad  sin ostentar su entusiasmo por el triunfo espléndido”. Y nombra los ciudadanos que participarían en la fiesta.
                           
La celebración del triunfo de la santa causa:

Eran los merideños contrarios al Gral. José Tadeo Monagas (Presidente de Venezuela de 1847 a 1851 y de 1855 a 1858). Se habían opuesto a su gobierno desde que el 24 de enero de 1848 permitió el asalto al Congreso. Entonces el Obispo Juan Hilario Bosset había levantado su voz de protesta, por lo que fue expulsado del país. Habían apoyado el alzamiento del Gral. José Antonio Páez (1848-1849), de quien habían sido siempre partidarios, y lamentaban su prisión y exilio. En la Universidad se recordaba la retención de las asignaciones presupuestarias y la prohibición de construir sede propia. Y, para agravar más las cosas, algunos de los gobernadores enviados a Mérida por Monagas habían tenido enfrentamientos con algunos de los vecinos más  importantes.  
En 1857 el Presidente Monagas, con el propósito de perpetuarse en el poder, hizo promulgar una nueva constitución que prolongaba el mandato y permitía la reelección inmediata. También reducía la autonomía de las provincias y eliminaba la participación de su órgano legislativo en la elección de sus gobernadores. La reforma despertó la oposición de sectores liberales que se unieron a los conservadores que desde antes conspiraban  para derrocar al gobierno. Poco a poco, sumaron apoyos.  El 4 de marzo de 1858 se inició en Valencia una revolución (incruenta), encabezaba por el gobernador  Gral. Julíán Castro, a la que de inmediato adhirieron otras regiones. El 14 del mismo mes el Presidente Monagas, abandonado por sus amigos liberales, presentó su  renuncia y se asiló con su familia en la Legación de Francia. Castro entró en Caracas el día 18 y de inmediato asumió el poder con la consigna “unión de los partidos y olvido de lo pasado”. Constituyó un gabinete de unidad y aceptó convocar una gran convención nacional para elaborar un nuevo pacto constitucional (lo que efectivamente hizo por decreto del 19 de abril siguiente).

La notica de los sucesos, en los cuales tuvo participación decisiva el Gral. Justo Briceño, llegó a Mérida una semana después, la noche del miércoles 24. Estallaron manifestaciones de alegría.  Muy temprano, el 25 reunidos los notables en la casa de la Sra. Paz Paredes dispusieron la  constitución de un Gobierno Provisional, integrado por los Dres. Eusebio Baptista y Miguel Nicandro Guerrero y el Sr. Francisco Jugo. Días después   fue designado Guerrero como Jefe Civil y Militar. Lo sustituyó a mediados de abril el Dr. Eloy Paredes, quien ejerció como Gobernador por unos meses. Acordaron algo más los notables: organizar grandes festejos para celebrar el triunfo de la “santa causa” de la libertad. Y resolvieron invitar a contribuir “con su concurrencia a la solemnización” de las fiestas “a los pueblos limítrofes de Mérida en los cuales abunda el patriotismo y decisión”.  

Sin embargo, las fiestas debían necesariamente postergarse para después de la Semana Santa, que aquel año caía del viernes 26 de marzo (viernes de pasión) al domingo 4 de abril (pascua de resurrección). Por eso, se fijaron para los días 18 al 22 de abril, lo que por demás hacía que coincidieran con el aniversario de la Revolución del 19 de abril de 1810. El programa contemplaba dos partes: una de actos oficiales y otra de tres días de fiestas de toros, muy populares entonces.             

Las grandes fiestas cívicas de abril.

De acuerdo a lo previsto el domingo18 de abril, a las doce del día, se publicó con toda solemnidad el programa con una alocución del jefe civil y militar.  Entusiasmó a la multitud M.N. Guerrero, de los mejores oradores políticos de la República en su historia. Se equivocó, no obstante, el hijo del valiente general y prócer Miguel Guerrero: la libertad no había triunfado en forma definitiva. Al terminar sus palabras, todos los vecinos advertidos con las detonaciones de costumbre, se dispusieron a izar la bandera nacional en sus casas.  

Por la noche, se iluminaron los frentes de sus casas.  Y a las 8 se reunieron  los vecinos en la plaza mayor, rebautizada como “de la Convención” (nombre que mantuvo por un año) para presenciar la explosión de  juegos artificiales. Estos tuvieron como “capitanes” a los más ricos comerciantes: Urdaneta y Fernández, Juan Agostini, Anselmi y Carnevali, F. de P. Calderón, Florencio Monreal, Duplat y Arria, Antonio Carnevali, Ascención Uzcátegui, José del Carmen Uzcátegui, Trinidad Escalante, Jugo Hermanos y Venancio Ruiz.

Luego se dio comienzo a una gran parranda, capitaneada por conspicuos  ciudadanos: Eloy Febres Cordero, Benigno Cano, Maestro Miguel M. Candales, José Francisco Jiménez, Rafael Salas, Augusto Carnevali, Mazzei y Anselmi, Joaquín e Ignacio Jiménez.  La música (para los tres actos de aquel día) fue costeada por Marcelo Antonio y Luis Gil, Jacinto Torres, Lorenzo Acero, Miguel Chipía, Tiburcio y Dolores Plaza, Manuel Jugo hijo, Juan de Dios Trejo y Lorenzo Montilla.

Al día siguiente tuvo lugar la conmemoración del 19 de abril. A las 9 de la mañana se ofició misa solemne con Te Deum en el templo que servía de catedral (para, entonces de Santo Domingo). Predicó el “patriota y acreditado orador” Tomás Zerpa, sacerdote tenido por santo y sabio (renunció a la mitra cuando fue preconizado en 1876). Al oficio religioso concurrieron “en cuerpo” todas las autoridades de la ciudad. Por la noche del mismo día  se elevó un globo que construyeron y costearon Froilán Anzola, Ricardo Pacheco, Antonio Y. Picón, Manuel Perich, Virginio Rosales, Rodrigo Chacón y Francisco Manrique. La elevación de globos era uno de los grandes espectáculos de la época. Desde que Joseph y Jacques Montgolfier (4 de junio de 1783) hicieron que se elevara uno de tela y papel por el cielo de Paris, miles de personas se reunían para presenciar el increíble vuelo del ingenioso artefacto que se repetía por todo el mundo. En Venezuela tuvo lugar una primera exhibición ya en enero de 1785. Y en Mérida, debió ocurrir no mucho tiempo después. Todavía hoy acompaña muchas de las festividades populares (especialmente las de navidad).

Las fiestas entusiasmaron a los habitantes de la ciudad y reavivaron su espíritu patriótico. Serían las últimas antes de la primera de las grandes guerras civiles (aunque ya se habían producido varias revoluciones y alzamientos menores) que ensangrentaron y destruyeron el país. Todos parecían animados por el deseo de la unidad nacional y por la aspiración del progreso material. Era pequeña la población de la ciudad. Aunque ya era superior a la de los años finales de la época colonial, no se había repuesto de los daños  que le causaran el terremoto de 1810 y la guerra de independencia. El Censo de 1856 registró 9.664 habitantes, distribuidos así: en el área urbana 4.754 (49,2%) y en el área rural 4.910 (50,8%). Dentro del perímetro  urbano la mayor parte se concentraba en el centro y hacia el norte: 2.138 en la parroquia Sagrario, 1.904 en la de Milla y 722 en la del Llano. Los campesinos de las aldeas cercanas (La Otra Banda, Santa Bárbara, San Jacinto y Chama, entre otras) se dedicaban al cultivo del café y frutos tradicionales. Venían a la ciudad los domingos para los oficios religiosos y los lunes para vender sus productos en el mercado que tenía lugar en la plaza mayor. Pero, según testigos de la época, eran muy aficionados a las fiestas de los toros, a las cuales concurrían en masa.   

Plaza Mayor de Mérida
Los toros en la Plaza Mayor:

Por aquel tiempo las corridas tenían lugar en la plaza mayor, ante la fachada de la catedral, entonces en construcción (fue consagrada por el Obispo Bosset en 1868).  Ocasionalmente se escenificaban en algún lugar del Llano Grande o, según testimonio de gentes del lugar, en la calle de Lora, cuadras abajo detrás de la iglesia del Llano. La plaza principal era, pues, atrio religioso, lugar de reunión, sitio de mercado y circo de toros. En tiempos antiguos allí también se cumplían las ejecuciones de reos. Y en tiempos revueltos sirvió de campo de acantonamientos de tropas (como ocurrió todavía en 1899). Los festejos taurinos se realizaron en ese sitio hasta que la plaza, que se dedicó a Simón Bolívar en 1883, se embelleció con obras internas.              

“La plaza mayor de Mérida – recordaba Tulio Febres Cordero – desde los tiempos coloniales, era circo obligado para el juego de toros. En efecto, se cercaba en contorno con una fuerte barrera de varas horizontales, liadas con bejucos a otros maderos clavados en tierra de trecho en trecho. Apoyados en esta empalizada, se construían del lado fuera los tablados o palquetes cubiertos con lonas y adornados con telas de colores, lo que daba a la plaza un aspecto original y pintoresco”. Circos como éste se montaban en los pueblos andinos –como en Tovar – hasta la aparición de las llamadas “plazas portátiles” (en fecha reciente).      

“El toril (que no era más que un corral) se construía indefectiblemente en la esquina donde entonces existía la Casa Cural del Sagrario”, donde ahora se levanta el Palacio Arzobispal. Es de hacer notar que desde allí hacia abajo la calle de Bolívar (4ª) apenas si estaba marcada, pero no tenía construcciones a los lados. Los solares estaban aún vacíos. Más bien las casas se extendían 10 cuadras hacia arriba, hasta la calle de Colón (1ª). La ciudad era pequeña y quedó admirablemente dibujada en el plano topográfico que levantó el ingeniero (y también médico cirujano)  Gregorio F. Méndez por orden de la Diputación Provincial en marzo de 1856.

De acuerdo a aquel plano, impreso en los talleres de Lessmann y Lawe de Caracas, la ciudad estaba asentada sobre “una hermosa mesa aislada por tres ríos”, que “se une hacia el N. a una alta serranía, de la cual es un declive de doble pendiente muy pronunciada hacia el S. y suave hacia el SO”. Tenía 8 calles de NE a SO (longitudinales) y 23 calles de NO a SE (transversales). La mayoría de las casas se alineaban a lo largo de las calles de Lora (2ª), de la Independencia (3ª), de Bolívar (4ª) y de la Unión (5ª) y de las calles transversales de Rivas Dávila (5ª) hasta la de Campo Elías (14ª). A partir de esta última, solo las dos primeras calles longitudinales nombradas se extendían por unas cinco cuadras hacia abajo. 

Aquel pequeño y aislado poblado, más bien pobre, tenía pretensiones de ciudad. Durante la colonia fue capital de provincia desde 1622 hasta 1681 (cuando la sede de la gobernación se trasladó a Maracaibo).Y lo volvió a ser desde el 16 de septiembre de 1810 cuando declaró su adhesión a la revolución de Caracas y su separación de Maracaibo, que permaneció leal al Rey. Fue sede de extenso Obispado desde 1778. Tuvo Colegio, el primero de Venezuela, de 1628 hasta 1767 y Seminario desde 1785. Ese instituto, que recibió autorización para expedir grados, recibió título de  Universidad en 1810. No debe extrañar, pues, que los eventos que se realizaban en la ciudad, estuviesen revestidos de formalidad, aún aquellos que aparecían como fiestas o juegos populares.        

Las fiestas taurinas de 1858:

El programa de fiestas fijo tres días de toros. Comenzaron el martes 20 de abril. Ese día fueron capitanes de la corrida: Manuel Torres, Tiberio Salas, Félix Fonseca, Pedro María Arellano, Juan Antonio Rodríguez, José Aniceto Ochoa, Francisco Herrera, Juan O. Molina, Comandante José María Balza, Bartolo Torres, Antonio Trejo, Dr. Cruz Dugarte, Fermín Quintero y Francisco Marcial Salas.  Y como se ofreció refresco, se encargaron de servirlo y costearlo: los sres. Hernández y Godoy, Dr. Gabriel Briceño, Gabriel Picón, Dr. Foción Febres Cordero, Dr. Francisco Jugo y José María Baptista.
El miércoles 21 de abril fueron capitanes de la corrida Domingo Chipia, Antonio Agostini, Ricardo Fonseca, Pascual Ignacio Araque, Jesús Uzcátegui Molina, Juan de D. Uzcátegui, Froilán Gabaldón, Pedro Trejo Benítez, Francisco Lima, Leopoldo Torres, Mariano Dávila y Nicolás Rodríguez. Y para servir el refresco se señaló a Manuel Gaibis, Dr. Eusebio Baptista, Antonio Rangel, Mariano Gabaldón, Juan de D. Ruiz y Rafael Julián Castillo.

Por último, el jueves 22 de abril los toros estuvieron presididos por los señores Antonio Osuna, Domingo Trejo, Dr. Pedro Juan Arellano, Sr. Manuel Salas, Francisco Mateus, Pablo María Celis, Dr.Juan José C. Jiménez, Salomón Briceño, Rafael Albornoz, Miguel Tovar, Dr. Rafael Alvarado, Francisco Ramírez, y Luis Salas. En tanto que el refresco se confió a: Dr. Mariano Uzcátegui, Maestro Juan de Dios Picón, José V. Nucete, Ldo. Pedro de J. Godoy, Genarino Uzcátegui, José M. Pino Cueva y Miguel Ramírez.

¿Quienes eran estos capitanes de las corridas? Eran los encargados de organizar y costear los festejos (cuando no se designaba a otros para hacerlo). Y de dirigir las corridas. Una crónica de José Ignacio Lares (La corrida de toros en el centenario de Sucre. 1895) explica bien su actividad, que se disputaban los hombres de la pequeña urbe.  “Alcanzar el grado de capitán … quiere decir que los gastos todos de la lidia corren por cuenta del grupo. Y no son buenos capitanes sino aquellos que despliegan mayor magnificencia en la corrida”. Sin embargo, el mismo autor aclara: “Es costumbre de antaño establecida que los boyeros (ganaderos) de los campos cercanos a la ciudad construyan a su costa el encierro de la plaza”. Para poder cumplir con sus funciones, eran buenos jinetes, como todos los caballeros distinguidos  de la época  Los capitanes organizaban y dirigían el paseo. E iniciaban y ordenaban la lidia, lo que hacían a caballo. Casi todos ellos intervenían en la corrida, persiguiendo a los animales y algunos se atrevían a jugar con ellos, como los toreros.          

La fiesta comenzaba por la mañana, con el encierro de los toros. Lo describe así Tulio Febres Cordero: “Precedía siempre a la corrida numerosa cabalgata o gran paseo de los toros por las calles principales, acto en que lucían sus encantos y dotes tradicionales de equitación crecido numero de damas, ataviadas con mucho lujo. Era una espléndida cabalgata que terminaba con el encierro de los toros en el toril. ..”. Conforme a una descripción de finales del siglo, el paseo subía por la calle de la Independencia hasta encontrar la de Ricaurte (2ª) donde cruzaba para bajar por la de Bolívar hasta la plaza principal. 

A jugar por la narración de aquel cronista, no eran de mucha bravura los animales, criados en los potreros de las cercanías (La Otra Banda. Llano Grande o San Jacinto): “Diestros ganaderos marchaban siempre junto a los toros, a fin de evitar que se desgaritase alguno en las bocacalles, lo que solía ocurrir cuando los bichos iban demasiado inquietos en medio de tanto ruido de pólvora, música, golpes de casquillos y rechinar de arneses. Casi siempre pugnaban en cada esquina por abrir brecha en el tumulto para recuperar su peligrosa libertad”          

Después del encierro se bridaba. El grupo se trasladaba a la casa de uno de los encargados de ofrecer “el refresco”. Como concurría mucha gente, cada día se designaban varias personas pudientes para brindarlo. Se esmeraban los designados, especialmente con el obsequio que se ofrecía a las damas. Luego se pasaba a la plaza para presenciar el espectáculo, el cual comenzaba  a las tres en punto de la tarde.

Pepe Hillo según Goya
Las corridas:       

Es poco probable que la transformación del toreo que se produjo a finales del siglo XVIII por obra de Francisco Romero (1700-1763), Costillares (1743-1800) y Pepe-Hillo (1754-1801) se conociese en América para el momento de la independencia, aunque el famoso texto del Illo que la mostraba (La Tauromaquia o arte del toreo) apareció en Cádiz en 1796. Tal vez, en las capitales virreinales: México y Lima; pero, no en los centros políticos más pequeños, como Caracas y mucho menos en los pueblos más alejados, como Mérida. Por lo demás, aquellos fueron años de gran  agitación en los que las gentes se interesaban más por otras novedades. Por eso, debemos suponer que los juegos de toros que ya se celebraban en nuestra tierra se hacían como en España antes de los cambios mencionados.         

Luego de la guerra de independencia, tardó mucho tiempo en restablecerse la relación con la península. Allá el toreo había seguido evolucionando hasta adquirir las características que tiene hoy. Después de 1830 Paquiro (1805-1851), Cúchares (1818-1868), Lagartijo (1841-1900) y Frascuelo (1842-1898) le dieron forma definitiva. De ello todavía no se tenía conocimiento en Mérida (aunque algún viajero decía haber leído la Tauromaquia completa del primero, publicada en Madrid en 1836). Así, en la ciudad de la sierra nevada los juegos que se celebraban a mediados de aquella centuria eran todavía a la usanza del siglo XVIII: en la transición del toreo a caballo al toreo a pie. En efecto, por las páginas de T. Febres Cordero y J. I. Lares sabemos que los participantes actuaban tanto a caballo como a pie, con varios de ellos en el circo frente al toro. No acataban órdenes ni conocían reglas. Por supuesto, la fiesta no seguía la estructura en tercios que ya se conocía en los ruedos hispanos (y que aún se mantiene). 
Más que una corrida era un juego de toros. Y con seguridad más influido por el toreo de la escuela sevillana que por el del ámbito vasco-navarro. Aquella pretendía el lucimiento del torero frente al toro, lo que conseguía con la capa que aún no tenía la forma actual. Le servía para obtener toda suerte de lances y filigranas y en última instancia el engaño del toro. Es justo lo que lograba Pepe-Hillo tal como lo muestra F. de Goya en estupendo grabado de la serie La Tauromaquia. El otro se basaba en el dominio del toro gracias a la habilidad, agilidad y temeridad del hombre, mediante saltos, recortes, banderillas. Recordaba a la taurocatapsia de Cnossos, en la Creta minoica. También Goya nos dejó en la misma serie varias escenas, como la del salto de garrocha que dicen vio ejecutar a Juanito Apiñani en la plaza de Madrid. Ese modo, el del inigualable Martincho (1708 – 1772), perdura en la suerte de banderillas que permite el mayor lucimiento del cuerpo, suerte de ballet ante el animal.

Podemos reconstruir alguno de aquellos eventos por las crónicas de la época. Llegados los capitanes a la plaza comenzaba la música que ejecutaban bandas instaladas en alguno de los edificios cercanos (en la casa municipal desde 1883). Dada la orden, se soltaba el toro que solía correr en busca del simulacro de madera y tela montado en el centro del circo. Cuando lo destruía, una veintena de jinetes salía tras el bicho, unos para herirlo con picas y otros para tratar de derribarlo por la cola. Pocas veces tenían suerte, pues no era mucha su práctica. Luego de unas cuantas vueltas se detenía el animal. Entonces, algunos improvisados toreros se le acercaban con mantas para sacarle algunos lances. Advertido de pronto de la presencia de grupos de a pie, el toro partía contra ellos y con frecuencia agarraba a alguno que no alcanzaba la barrera, aunque sin causarle mayores daños.

Intervenían los jinetes y se acercaban al animal los más audaces de a pie. Se repetía el mismo juego. En ocasiones, como consta en varias hojas sueltas se ejecutaban otras suertes, más propias del toreo navarro, como el gran salto de garrocha, los saltos por delante, los cambios a cuerpo limpio, el toreo por detrás y sobre todo, las banderillas: al quiebro, al tope carnero, al cuarteo. No terminaba la brega con la muerte del toro (lo que no ocurrió hasta 1893). Cansado el animal lo dejaban tranquilo jinetes e improvisados toreros y se lo llevaban los encargados de hacerlo para abrir las puertas del toril a uno que esperaban tuviera más fuerza y bríos.

Así trascurrieron las fiestas de abril de 1858, las primeras de las que tenemos completa información. Fueron el inicio de una tradición que aún continúa hoy. Ya no ce cumple en la plaza mayor ni en la forma espontánea de entonces, pero constituye patrimonio de la ciudad que ha de mantenerse, aunque convendría depurarla de elementos agregados en tiempos recientes que la desvirtúan.

No hay comentarios: