La historia de la plaza de Las Ventas tiene desde hoy a
otro torero que pasará a sus anales por ser el primer peruano en abrir
la Puerta Grande en la tarde de su debut: Andrés Roca Rey.
El joven limeño, de 19 años, ha conjugado durante toda su
actuación valor, raza, corazón y muy buenas condiciones artísticas, que
le han llevado a conquistar a los exigentes tendidos venteños, que desde
aquel "portazo" de Conchi Ríos en 2011 no veían a un novillero salir en volandas por el umbral de la gloria que desemboca en la madrileña calle de Alcalá.
El triunfo empezó a fraguarse en la variedad con
la que manejó el percal en su primero, al que inició faena con tres
pendulazos sin enmendarse en el centro del platillo. Pero lo mejor, a
parte de este incuestionable valor,
fue el sentido del temple, el concepto tan fino que atesora y los
terrenos que pisa, lo que hizo que firmara momentos de notable entidad
sobre la diestra, según la crónica de Efe.
El novillo tuvo la emoción de la casta,
lo que, lejos de amilanar al debutante, propició todo lo contrario, es
decir, que sacara a relucir un aplomo, una seguridad y una suficiencia
poco usuales en un torero tan nuevo, para acabar mandando y domeñando
las exigentes embestidas del de La Ventana del Puerto, que llegó a
lanzarle por los aires de forma muy aparatosa.
Prácticamente sin mirarse, volvió a la carga Roca Rey con más raza si cabe, plantando batalla a base de coraje y mucho corazón. Un ramillete de ajustadas manoletinas fue perfecto corolario a una emocionante labor, premiada con una oreja de ley.
Redondeó el triunfo Roca Rey con el sobrero de José María López que hizo sexto, un novillo que se movió con buen aire, y al que cuajó una faena maciza y asentada, toreando ligado, despacio, por abajo y muy ajustado, tanto que llegó a sufrir otros dos volteretones de órdago, sobre todo el segundo, prendiéndole el utrero de muy feas formas por la entrepierna.
Pero como hiciera anteriormente, se levantó el hombre sin
miramientos, y aunque ya se le veía visiblemente mermado, no le volvió
la cara a la oportunidad de su vida, y siguió toreando con la misma quietud, la misma verdad y la misma entrega del principio.
La media estocada final fue suficiente para que los
tendidos estallaran de contento en demanda del trofeo que le permitió
salir a hombros, antes de regresar al interior de la plaza para pasar a la enfermería.
El primer espada, Tomás Angulo,
hizo una apuesta sincera con el barrabás que partió plaza, un novillo
sin fijeza en las telas, midiendo siempre al torero, acometiendo con
brusquedad y acostándose una barbaridad por el derecho. No valían dudas,
ni mucho menos precauciones, pues a la mínima podía llegar una
voltereta que, ya en las postrimerías, sufrió el de Llerena, que trató
siempre de llevarlo muy tapado para extraer así pases de mucho mérito
dentro de una labor valiente y sincera.
El cuarto fue todo lo contrario, un animal que se desplazó pronto, humillado y, algo aún mejor, con repetición y duración.
Angulo toreó aquí con gusto en varias tandas por uno y otro pitón en la
que la despaciosidad, la largura y el gusto en los remates fueron los
aderezos de una faena de buen nivel.
El otro debutante de la tarde, David de Miranda,
dejó patente desde el primer momento el valor sin concesiones que
atesora en un quite por tafalleras y en un inicio de faena por
estatuarios en los medios, también de congoja. La pena fue que no pudo
dar continuidad a tan buenas aptitudes en lo artístico frente a su
primero, novillo desclasado y pegajoso, que embistió rebrincado y sin terminar de pasar.
En el quinto dejó alguna pincelada
de la elegancia con la que pretende hacer el toreo De Miranda, pero no
fueron más que cositas aisladas pues el novillo, renqueante de los
cuartos traseros, no aportó lo suficiente.
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