La felicidad que se respiraba en el ambiente duró poco. Cuando salió el primer toro, terciado como toda la corrida, el Pasmo de Triana
lo recibió con temple. Pero al salir del primer quite fure prendido y
volteado, por fortuna sin consecuencias. La faena, según escribía Eduardo Palacio en
ABC, tuvo adornos, pero pinchó. Llegaría entonces la tragedia: «Intentó
descabellar, y el toro le tiró un derrote a la muñeca derecha, saliendo despedido el estoque como una catapulta hasta las últimas filas del tendido 1, donde quedó clavado en el lado derecho del espectador».
Espeluznante la imagen. Tremenda cuando el joven herido se sacó con su propia mano
«el mortífero acero». Sus vecinos de localidad, consternados y
trémulos, lo tomaron en brazos y lo bajaron a la enfermería. «Los
médicos no pudieron hacer otra cosa -cuenta la crónica- que contemplar
en silencio el horror de la herida:
el espectador del tendido 1 que dejó de existir al colocarle sobre la
cama de operaciones era un joven inteligente y trabajador; se llamaba Cándido Roig, era vecino del inmediato pueblo de Noya». El parte rezaba así: «Herida penetrante en el tórax parte derecha, atravesando el pulmón, mortal de necesidad». Ese mismo estoque hirió también al periodista de la tierra Carlos García Puebla.
Crespón negro
La noticia de la muerte del aficionado corrió como la pólvora en los tendidos. «Belmonte, más sobrecogido que todos,
se descompuso de tal forma que hubo de ser avisado por la presidencia.
La gente quería reaccionar, hacía esfuerzos por lograrlo y creyó que el
mejor medio para ello era animar a Belmonte en su segundo toro, al que veroniqueó muy bien, ajustándose mucho a la faena de muleta, que remató de cuatro pinchazos y una estocada en todo lo alto. Se le ovacionó, se le otorgó la oreja,
que arrojó bajo el estribo ante algunas protestas del público, y dio la
vuelta al ruedo. Todo ello sin entusiasmo, sin calor, empañado por el
crespón negro y denso que flotaba ante nuestros ojos».
Esa tarde el mozo de plaza se clavó una banderillla en el muslo
La tarde fue de lo más accidentada. El mozo de plaza, Francisco Pereiro, se clavó una banderilla en el muslo izquierdo cuando se la arrancaba al toro.
Lo mejor de la dramática corrida, según Ortega y Gasset, fue el capote de Sánchez Mejías, «toda la tarde en su sitio, pleno de dominio y seguridad».
Precisamente, Sánchez Mejías, a raíz
del mortal percance del espectador, comenzó a pensar en formas de
descabellar que evitasen accidentes así. Practicó la suerte con el estoque atado a la muñeca con una fuerte correa,
«en forma análoga a las que se usa en las mazas de jugar al Polo». Pero
a los pocos días, horas, ese 11 de agosto, brotó el llanto por la cornada de «Granadino» y la muerte de Ignacio...
Probando descabellos en el Matadero
Una semana después, el 18 de agosto, el ministerio de la Gobernación
abrió durante un plazo de quince días una información pública para
adoptar normas que evitaran, en lo posible, que saltara el estoque al
tendido en la suerte de descabellar. Los más de cuarenta descabellos
distintos que presentaron a un concurso fueron probados en el Matadero de Madrid. Ahí se modificaría el reglamento y nacería el verduguillo, con su «cruceta».
Aquella tarde fatídica del 6 de
agosto en La Coruña quedó mucho tiempo en la memoria del propio Belmonte
y de los aficionados. Así despedía su crónica telefónica
el cronista de ABC: «Desfiló el público tristemente y en las
conversaciones de unos y de otros solo se escuchaban detalles referentes
a la víctima. Tenía treinta y siente años, decía uno. Era casado, añadía otro. Venía divertirse el pobre y encontró la muerte, sollozaba una mujer... Y es que el negro y denso crespón
venía bailando ante todos los que asistimos a la corrida; corrida que
pudo ser memorable y que solo lo será para una infeliz mujer y unos
niños que aún ignoran su orfandad».
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