miércoles, 22 de febrero de 2017

La "indultoreabilidad", la adulteración del verdadero sentido de los indultos

"Preservar en su máxima pureza la raza y casta"


Sin remontarnos a los años del mítico "Velador", un indulto adecuado resultó el de "Cobradiezmos" en Sevilla; aunque algunos lo pudieran discutir, tuvo razón los que se dieron a "Arrojado" o a Madroñito". Pero "lo que observamos en los últimos años, es que muchos de los indultos, no todos por supuesto, se dan en plazas donde el trapío de las reses no es el adecuado, la suerte de varas no existe y la deseable combatividad del toro se confunde con la nobleza simplona que algunos se atreven a llamar tolerabilidad. Podríamos afirmar sin equivocarnos que raramente esos públicos están pensando en la preservación de la casta y la raza brava", como escribe con acierto Antonio Jesús Ortega en este análisis, en el acuña ese nuevo término: la "indultoreabilidad". 
Antonio Jesús Ortega Mateos
La muerte del toro es el fin último de la corrida moderna desde su concepción y aparece recogida en todos y cada uno de los reglamentos de lo que hoy se llama en todo el mundo corrida “a la española”. Durante más de dos siglos la calidad de la estocada final fue prácticamente el único elemento de valoración para los lidiadores de a pie, singularmente hasta la aparición de Juan Belmonte que pone en valor las faenas de capote y muleta con su primigenio toreo en redondo. Cabe preguntarse por qué y si estamos ante un rito que nos llega de los autos de inmolación de animales de las culturas arcaicas o por el contrario tiene sentido para las distintas éticas de la Tauromaquia. 

Son innegables los aspectos rituales de la muerte del toro en la plaza, un espacio definido y jerarquizado con un ritual idéntico y reglado en el que los intervinientes desarrollan unas funciones preestablecidas en un círculo simbolista, que empieza y termina con cada toro para volver a empezar en el siguiente. Hay también un animal portador de valores al que no se da muerte por aprovechamiento intendente de sus restos o por ser dañino o peligroso para el hombre. Si se quiere incluso aparece el deseo de apoderamiento por el hombre de los valores que el animal representa.

Sin embargo la corrida y su punto final, la muerte del toro, nunca fueron un ritual de sacrificio, porque en ella se desarrolla de forma épica  un combate cuyo principal actor es la virtud activa de la bravura del toro, sin víctima ni verdugo. Hay lidia en la que el toro  representa un valor simbólico de poder extraordinario, hay combate en el que los que intervienen, toros y hombres, representan altos valores heroicos, que disputan sobre el riesgo del máximo peligro cuyo exponente reconocible siempre es la muerte.

La lidia ordenada por los reglamentos es la concreción de ese combate y va dejando al hombre solo frente a su adversario, afirmando su dominio y su poder pero permitiendo al toro el aprendizaje que le haría intoreable de nuevo. Un adversario casi invencible, mucho más poderoso que el hombre, pero al que el hombre se ha impuesto hasta dominarlo y vencerlo. 

Este enfrentamiento en el que el hombre desafía la omnipotencia del toro, contrapone la valentía y la astucia del torero a la agresividad cargada de muerte en cada envite del toro. En ese punto es donde la suerte de matar encarna la culminación de ese enfrentamiento, el torero afirma en esa “suerte de matar”, ya solo frente al animal después de haber prescindido de los subalternos, su supremacía y su heroísmo ante el desafío “o me matas o te mato” que era el fantasma que flotaba sobre la lidia.

La estocada es en ese instante la afirmación definitiva e irrefutable de la omnipotencia, ahora del hombre, frente a fuerza bruta dominada. Cuando el lidiador se dispone a ejecutar la suerte suprema, cesa la música y por muy estruendoso que haya sido el seguimiento de la faena, se hace el silencio, es la hora de la verdad. Reina un respeto seguramente anclado en reductos ancestrales, pero sentido como el momento definitivo donde el  matador culminará su obra, no es la muerte del toro lo sublime, sino el refrendo por el hombre combatiente de su supremacía. Lo que había acontecido en los tres tercios de la lidia, se concentra y resume en ese instante en que el matador se enfrenta al toro para el desenlace final previsto. La estocada frente a frente con el toro y por derecho, es la concentración de toda la lidia, puede expresar por sí sola el dominio total sobre el toro, el mismo precisamente que la faena pretendía expresar. 

Si la lidia ha sido efectiva y el toro ha sido dominado, éste acudirá a la muleta guiada por la mano izquierda del matador, que perdiendo de vista los pitones, buscará el hoyo de las agujas con la espada en la mano derecha. Todo un ejercicio de sapiencia y entendimiento, pero a la vez un cruce decisivo que podría ser fatal para él, pero que la ética de la corrida exige. 

Ahí reside precisamente el núcleo concentrado del heroísmo, batir a la fiera cara a cara, como el adversario más noble, exponiéndose al máximo de manera franca y leal, reconociendo una vez más al toro en su muerte como ese Titán del combate, nunca como una víctima. 

Así lo recogen todos los reglamentos, la ejecución de la estocada final será determinante para la concesión de los trofeos al lidiador como no podía ser de otra forma en la ética de la Tauromaquia. Una gran faena de muleta, aún con la importancia que tiene en nuestros días, no culminará en triunfo sin una gran estocada y al mismo tiempo una gran estocada puede valer por sí misma para el reconocimiento y el triunfo del matador.

No hay pues gran faena sin estocada en la ética taurina, el final llega tras la preparación durante la lidia de ese momento que define la esencia de la corrida No se trata de dos momentos aislados, la lidia y la muerte del toro son un todo indisoluble, en todo caso la muerte del toro es la consecuencia, la culminación sin solución de continuidad de la lidia que la condujo hasta ella, es la verdadera razón de ser de la Tauromaquia y en paralelo y por definición la realización necesaria y completa del “ser” del toro, de su combate contra el hombre que debe culminar con el triunfo de éste.

Esta correlación ética y moral entre la lidia y la muerte del toro, que da sentido a la corrida, puede desdibujarse por la excesiva valoración de las faenas de muleta ante enemigos de escasa pujanza, que desafortunadamente proliferan en muchos lugares de España, pero también y sobre todo por las consecuencias que está teniendo la posibilidad del indulto de los toros en determinados públicos e informadores taurinos. Todos los reglamentos vigentes se inspiran en el artículo 83 del Reglamento de Espectáculos Taurinos estatal de 1996[1] para definir el indulto del toro como una circunstancia excepcional, al objeto de su utilización como semental y de preservar en su máxima pureza la raza y casta de las reses, cuando una res por su trapío y excelente comportamiento en todas las fases de la lidia, sin excepción, sea merecedora de él. Asimismo recogen, que la nobleza y bravura de un toro tengan el reconocimiento de la vuelta al ruedo en el arrastre tras su muerte, porque ese es el fin último de la lidia y de la Tauromaquia. 

Sin embargo, lo que observamos en los últimos años, es que muchos de los indultos, no todos por supuesto, se dan en plazas donde el trapío de las reses no es el adecuado, la suerte de varas no existe y la deseable combatividad del toro se confunde con la nobleza simplona que algunos se atreven a llamar tolerabilidad. Podríamos afirmar sin equivocarnos, que raramente esos públicos están pensando en la preservación de la casta y la raza brava cuando reclaman el indulto, que muchas veces se convierte en un acto propagandístico para la plaza, para el empresario, para el ganadero, para el torero o para todos ellos.

Se alienta desde determinados medios de comunicación la idea de que el indulto del toro bravo, que hizo simple y llanamente honor a su nombre, sea considerado como un derecho adquirido a la “salvación” y a que los públicos asuman el deber moral de salvarlo como recompensa por su acción en el ruedo. Asistimos, pues, a un peligroso intento de desmoronamiento de la ética y la moral taurina, por la vía de una mal entendida sensibilidad animalista, que ningunea la naturaleza propia del toro bravo, su ser combativo y su lidia y muerte gloriosa, como la mejor y más digna expresión de su ser, al pretender una especie de premio a su nobleza o bonanza, que sería en este caso el  indulto, cuando los principios inspiradores del indulto y los objetivos del mismo son evidentemente otros.
[1] El texto íntegro de este artículo del vigente Reglamento Taurino dice lo siguiente:

Artículo 83.
1. En las plazas de toros de primera y segunda categoría, cuando una res por su trapío y excelente comportamiento en todas las fases de la lidia, sin excepción, sea merecedora del indulto, al objeto de su utilización como semental y de preservar en su máxima pureza la raza y casta de las reses, el Presidente podrá concederlo cuando concurran las siguientes circunstancias: que sea solicitado mayoritariamente por el público, que lo solicite expresamente el diestro a quien haya correspondido la res y, por último, que muestre su conformidad el ganadero o mayoral de la ganadería a la que pertenezca.

2. Ordenado por el Presidente el indulto mediante la exhibición del pañuelo reglamentario, el matador actuante deberá, no obstante, simular la ejecución de la suerte de matar. A tal fin, utilizará una banderilla en sustitución del estoque.

3. Una vez efectuada la simulación de la suerte y clavado el arpón, se procederá a la devolución de la res a los corrales para proceder a su cura.

4. En tales casos, si el diestro fuera premiado con la concesión de una o de las dos orejas o, excepcionalmente, del rabo de la res, se simulará la entrega de dichos trofeos.

5. Cuando se hubiera indultado una res, el ganadero deberá reintegrar al empresario en la cantidad o porcentaje por ellos convenido.

Fuente: Real Decreto 145/1996, de 2 de febrero, por el que se modifica y da nueva redacción al Reglamento de Espectáculos Taurinos de España.

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