domingo, 4 de marzo de 2018
Enrique Ponce y la faena de la resurrección en Olivenza
El cuarto no podía con su alma y hasta el amable público oliventino pidió con justicia su devolución. Ni caso hizo la presidencia. Pero allá estaba Ponce, enfundado ahora en su terno de doctor y con su técnica de especialista en la media altura. Aplicó la medicina adecuada al moribundo y sacó muletazos solo al alcance del valenciano. Las lanzas se tornaron entonces cañas. Si algún ganadero quiere un milagro, que no vaya a Lourdes: pasen por el santuario de Chiva, donde habita un dios capaz de resucitar a los muertos. Ponce cura y puede con todos los toros. Y así, con el milagro de una cabeza privilegiada y su temple de científico, sostuvo a este animal y se inventó la faena de la resurrección. Y aquellos que antes habían asomado el moquero verde ahora ondeaban enfebrecidos los blancos de las dos orejas.
Dos se había embolsado también Antonio Ferrera en el segundo. Se gustó en el quite a la verónica y, sin probaturas, se plantó a torear en los medios, dando con listeza el sitio que necesitaba el chorreado. La siguiente hilvanó un cambio de mano de torero pulso. A izquierdas, de uno en uno, volaron unos zurdazos de nota. Llegó entonces un invertido y una firma mirando al enloquecido público. Hasta la última gota del obediente «Lastimado» exprimió. Sufrió un seco derrote al volcarse con la espada, que requirió del uso del descabello. Ni eso frenó la excesiva doble pañolada.
Como en el anterior, en el quinto no tomó las banderillas. A estas alturas, las dos del mediodía, un paisano soltó la guasa ante la largura del festejo: «¡Maestro, que se me queman los garbanzos!» Pero como las prisas son para los delincuentes y los malos toreros, Ferrera lentificó su tauromaquia en muletazos de orfebrería mientras el mansito buscaba su querencia. Hizo parar la música para, al hilo de las tablas, regustarse en pinceladas sueltas. Y eso que le quedaban los tres toros de la tarde...
Roca Rey principió con dos pases cambiados por la espalda y continuó en el platillo a derechas con un toro con expresión para embestir, pero «Jara» ni andaba sobrado de casta ni rompió hacia delante. El limeño planteó una firme labor por ambos pitones y aprovechó el izquierdo, que era el mejor, con algún natural muy bueno, aunque sin despertar pasiones en el gentío. Para caldear aquello, acabó en las cercanías y abusó de los circulares invertidos, cerrados a cuerpo limpio. La efectividad de la estocada propició la petición de la segunda oreja, pero solo se le concedió una.
Sabedor de que los veteranos tenían la gloria abierta, salió a por todas en el sexto. Terremoto Roca, con unas gaoneras de infarto y un prólogo de rodillas significativo. Con verdad siguió toreando, aunque el público estaba más volcado con el poso de la veteranía que con la juventud arrolladora del peruano, demasiado fácil, de ahí tal vez el frío ambiente. La figura de Lima no se amilanó y, con enorme asentamiento, toreó con una soltura impropia de su edad. Amarró, junto a los maestros, la puerta grande bajo una lluvia de ocho orejas. Y eso que la corrida de Victoriano del Río no terminó de romper: si rompe, cortan las patas.
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