domingo, 14 de octubre de 2018

La última apoteosis de Padilla; sorprendente retirada de Talavante

El Pirata corona por la puerta grande su emotiva despedida con un toro memorable. El extremeño se despide a la francesa por Twitter. Y Manzanares raya a su mejor nivel del año con una gran corrida de Cuvillo

Talavante se retira de los ruedos por tiempo indefinido


Juan José Padilla atraviesa emocionado y exultante la puerta grande de la plaza de toros de Zaragoza en la tarde de su adiós EFE


El adiós de Juan José Padilla contenía una emotividad bárbara. La despedida en el ruedo donde perdió el ojo y volvió a nacer, donde se fraguó la leyenda, se había convertido en todo un acontecimiento. El héroe popular de las banderas bucaneras, el torero de las siete vidas y cuarenta cornadas, el hombre de acero reconstruido con retales de titanio, ponía el punto final a 25 años de guerras a sangre y fuego. La victoria de la gran batalla de aquel horrible Pilar de 2011 se produjo tan sólo cinco meses después. Cuando en Olivenza regresó envuelto por el aura de la superación, comenzó otra historia. O la historia del panaderito de Jerez que atravesó campos de minas antipersona, parques jurásicos de toros descomunales y hierros abrasivos, y se convirtió en el Pirata incombustible.

La tempestad desatada sobre la plaza de la Misericordia a la hora de la corrida se sumó al clima de expectación desbordada. La atronadora tormenta pareció enmudecer ante la ensordecedora ovación que provocó su aparición. La cubierta cerrada amplificaba el estruendo. Destrenzado el paseíllo, el Ciclón subió como una exhalación al palco del doctor Val-Carreres a entregarle un capote de paseo. Gracias, gracias y mil veces gracias.

Desde la tribuna médica del sabio, bajó a la arena. Y sobre la misma boca de riego respondió al clamor unánime de Zaragoza. Quedaba todo por hacer y, a la vez, estaba todo hecho: una vida entregada a cachos al dios Tauro. Un cinqueño castaño, redondo, bastote, amplio de cara y mansurrón no fue el material propicio para la gloria pero sí el ideal para un acto sin sustos ni sobresaltos. A estas alturas, la paz también cotiza. Juan José Padilla interpretó su papel, lo enredó en ruedas, ruecas y norias entre series diestras. Al cuvillo le habían sangrado a modo la mansedumbre y aspiraba a la tranquilidad del campo. Sin humillar, no molestó. Cuando sintió el espadazo atravesado, huyó a la querencia deseada. Y allí se amorcilló. El descabello arruinó toda la escenificación padillista.

Quiso Dios, luego, premiar a Juan José Padilla con un toro para la eternidad. Tortolito se llamaba el cuvillo del adiós. La alegría, la fijeza, el son, el ritmo, la categoría y la calidad de la bravura suprema. Qué forma de embestir. Padilla banderilleó apurando sus facultades al tren que se le venía.

La emoción por encima de la puntería. Y brindó a sus hijos, a su mujer, a su familia, viga y motor de la resurrección. Tortolito respondió a todas las propuestas. Por la derecha, por la izquierda, de rodillas y de pie. La plaza jaleaba al héroe. Que se desplantó y descaró penitente y a cuerpo gentil. La estocada pasada en los mismos medios; la muerte lenta y demorada. El presidente envió los avisos con puntualidad británica. Y se resistió a las dos orejas que reclamaba el manicomio. No era día para el rigor: el doble pañuelo premiaba una larga y dura historia. En aquella berraquera, nadie reparó en pedir la vuelta al ruedo para Tortolito. Sólo Padilla aplaudió su arrastre, sabedor del regalo divino. El extásis se apoderó de los tendidos. Que agitaban las banderas de la calavera y las tibias; el Pirata paseó su insignia saboreando el momento. Y besó arrodillado la arena que lo vio morir y resurgir.
De aquel Aguaclara que abrió la tarde al Aguaclara de José María Manzanares hubo un abismo de hechuras y fondo. Tan fino y bravo éste. La excelencia habitaba en su pitón izquierdo. Y Manzanares halló su mejor versión, sin romperse ni cuajarlo de verdad. Fácil y suelta su muñeca. Como el pulso.

 Las tres series de impolutos naturales invitaban al "¡bieeen!" más que al rotundo "¡ole!". Concluyó la faena como suele. Sin coda ni final, o sea. Del contundente espadazo salió el toro muerto. En el último estertor, se llevó a Suso por delante y contra las tablas. Un milagro fue que el peón se levantase íntegro. Una oreja fue justo premio. Otra recompensaría su hacer con el quinto. Noble sin más y de contada humillación. JMM lo templó en su mecanicismo. El brindis a su compañero en retirada fue lo más emocionante.
Alejandro Talavante salió arreado. Como arreó Comilón. Vivo y encastado. La faena trepidó. La velocidad del terciado cuvillo lo agigantaba. Un punto suelta la cara. No fácil de reducir. Talavante apostó por su zurda de oro. Y por su tremenda expresión ligada. Desde el cartucho de pescao no cesó el rugido. Ni el pistón del cuvillo. Sólo por desgaste aminoró. La derecha talavantista siguió el ritmo frenético, desordenado, muy loco. Una arrucina y un pase de pecho mirando al tendido. El pinchazo quizá restó. Y el premio quedó en una oreja. Cuando otra se presentía del más vulgarón sexto, que también embistió a la ahora serena templanza bellamente reunida de AT, el verduguillo robó la gratificación. Que no sólo la hubiera merecido el torero, sino la gran corrida de Núñez del Cuvillo.

A alguien se le ocurrió la feliz idea de que Juan José Padilla agradeciese micrófono en mano todo a Zaragoza. Por tanto. El coitus interruptus de la apoteosis sólo demoró el final feliz de la puerta grande. La coronación de una vida épica.

Cuando no había terminado la procesión de la gloria, Talavante anunció en su cuenta de Twitter que también se retiraba de los ruedos. Tan respetable decisión como inoportuno su anuncio. No era su día.

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