Un espadazo de Manzanares le vale la única oreja de un gran toro en la tarde del Domingo Resurrección
Hermoso trincherazo de José María Manzanares al notable quinto toro, al que le cortó una oreja
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, la plaza de la Maestranza colgó el ansiado cartel de «no hay billetes». Que no por habitual en el Domingo de Resurrección que Romero elevó a los cielos deja de ser excepcional. Ecos del currorromerismo, que decía el inolvidado Manolo Ramírez.
Por esa misma calle Iris que se colapsaba por ver su procesión, entraron con el paso firme y la vista perdida El Juli, José María Manzanares y, por último, Roca Rey. La aparición de RR desató las pasiones incontenidas, los abrazos incómodos, la locura de los teléfonos. Que le robaban su imagen idolatrada.
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, El Juli construyó una faena de lenta precisión al bravo primero de Victoriano del Río. Que tanto se gastó en su celoso empleo en el caballo. Un tío muy serio, y no menos montado, para estrenar una corrida que se escalonaba en hechuras sin reproches de presentación: esa aceptación de lo no bonito, de lo no armonioso, del toro en cuesta arriba como sello para el visado de aprobación a las 12 del mediodía.
Y con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, saltó a la arena el quinto haciendo honores al refrán, el toro bien hecho, el guapo con expresión de bueno, el de líneas mejor pintadas, el que habría de embestir como ninguno. Duplicado traía las llaves del cielo. José María Manzanares, el que apenas contaba en las quinielas de la pelea de gallos, se llevó la bolita de la suerte, el papelillo de la fortuna del sorteo. Y, en verdad, Manzanares demostró por qué su nombre no figuraba en las casas de apuestas como favorito. La espada, ese cañón tapabocas, maquilló con un zambombazo en la suerte de recibir una obra inferior a las notables virtudes del toro de Victoriano del Río: la humillación, la franca fijeza, la rítmica repetición, la alegría del tranco, la generosidad de la embestida que se rebosaba... A favor de JMM los tiempos concedidos, los espacios entre series. Que se sucedían cortitas sin sifón, salvadas por los últimos pases de cada una de ellas, por la monumentalidad de los obligados de pecho que prendían fuegos fatuos. Como aquel cambio de mano superior y esta trinchera de empaque. A aquello le faltó mucho: fluidez, poso y, en definitiva, rotundidad. Los movimientos de brazo y cintura parecen desincronizados, desconcetados del alma. Tan robóticos. La verdadera sincronía brotó con el tremendo estoconazo. Que desbocó la pañolada. La frenó sensatamente el presidente en una oreja. A Duplicado, portador de las llaves del cielo, le colgaban las dos.
Con la exacta puntualidad de las cosas del toreo, Dios volvió a ser muy mal aficionado. A José María Manzanares ya le había tocado un burraco de linda cabeza y largo con sus posibilidades. Aun tan suelto y rajadito, si Manzanares no le abre constantemente las puertas del campo... Duraría poco, o no tan poco, en metraje tan extenso. Para haberle hecho todo de otra forma. O al menos no perfectamente al revés: sólo a base de voces no se sujetan los toros. Cuando a últimas no le quitó la muleta de la cara en un circular, cosió la clase mansita hasta el final.
Y en esa exacta puntualidad de las cosas del toreo, quedó la cadencia del capote a la verónica de El Juli en sus dos toros entre una montonera de chicuelinas. Hubo magisterio y templanza en la precisión de aquella lejana faena de apertura con el bravo que decreció en su poder y en el bien andar con el recortado y armado cuarto. Que al menos permitió un prólogo genuflexo magistral antes de frenarse pronto y rebañar por las corvas. Tan lejos de Duplicado.
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