En su nuevo pronunciamiento, la institución va más allá y rodea de garantías a los organizadores de corridas de toros al señalar que no pueden los alcaldes exigir para estos eventos más requisitos que los que habitualmente deben cumplirse en ellos con el propósito de avalar la seguridad y la salubridad del certamen. Tampoco podrán alegar los gobernantes locales razones humanitarias ni filosóficas con miras a prohibir la fiesta brava, por cuanto ya fue declarada expresión cultural popular.
No se menciona en el documento el caso de Bogotá, pero con seguridad la sombra de lo que ha ocurrido en la capital flotó en la sala del tribunal al debatirse la exequibilidad de la norma. Bogotá lleva largos meses sin festejos taurinos en su emblemática plaza de toros de Santamaría, porque el alcalde Gustavo Petro decidió prohibir las corridas acudiendo al expediente de cancelar el contrato de alquiler de la plaza a la corporación que desde hace años las programa. Se trataba, en realidad, de una decisión de fondo disfrazada de opción administrativa, pues Petro no oculta que le desagradan las corridas de toros y prefiere montar otra clase de actos en la arena y el redondel diseñados ex profeso para la lidia taurina.
Sobra decir que el Alcalde está en su derecho de que le atraigan o no las corridas y de que, como él, muchas personas participen de su muy respetable opinión. Pero esa no es razón suficiente para que imponga su gusto personal a los demás ciudadanos, y mucho menos al socaire de un contrato administrativo. Bogotá tiene una afición más que centenaria que merece disfrutar de una tradición cultural legalmente reconocida. La decisión de la Corte lo reconoce así, y haría mal cualquier gobernante en tratar de hacerles un trincherazo a la jurisprudencia y a la ley.
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