Después de algunos años de alternativa, pocos toreros avanzan. Uno de ellos es Antonio Ferrera,
que ha evolucionado, desde un concepto populista y veloz hacia la lidia
clásica, con atención a todos los detalles. Un ejemplo: es, ahora
mismo, el único que quita el toro del caballo toreando, como hacía Gallito,
no limitándose a sacarlo de la suerte. Esta tarde, le tocan los dos
toros más complicados. El primero embiste de largo pero con brusquedad.
Se luce en el tercer par de banderillas, andando y ganándole bien la cara.
Después de dos coladas, lidia con sobriedad clásica, le aplauden los
circulares y mata con decisión. El cuarto mansea mucho. Banderillea
aprovechando con inteligencia
que el toro se va: destaca en el quiebro, en tablas. No es fácil el
toro pero Antonio sabe muy bien lo que hace, lo va metiendo: una faena
que va a más, aunque algunos se impacienten, mal rematada con la espada.
Segunda actuación de Juan Bautista:
en la primera, sólo apuntó su elegante estilo, dejando poca huella.
Esta tarde, la fortuna le obsequia con el mejor lote y sólo lo aprovecha
a medias. El segundo humilla, embiste con clase, repite.
El diestro francés logra muletazos aseados, algunos naturales lentos,
en una faena desigual, vistosa, en un toro que merecía más. El quinto mansea mucho al
comienzo, va rebotado de uno a otro caballo, pone en apuros a los
banderilleros. Creen algunos que es imposible, resulta todo lo
contrario: en la muleta, nobilísimo. Juan Bautista traza muletazos elegantes, con gusto, en una faena compuesta. Cuando mata bien, el bondadoso público pide la oreja, no concedida, y le hace dar la vuelta al ruedo.
Pitonazo en la cara
Vuelve El Capea a
esta Plaza, que siempre le ha tratado con dureza. Es evidente que
conoce el oficio pero su estética encaja aquí con dificultad. El tercero
es protestado por escurrido y flojo. Comienza de rodillas, liga derechazos
que no logran eco. El último es más complicado, se queda algo corto.
Pedro brinda al público, se muestra decidido y logra que lo respeten: no
más. Mata a la segunda, recibiendo un pitonazo en la cara.
En la tarde desapacible, la gente comentaba sus dudas a la
hora de votar... Los aplausos los ha conseguido Juan Bautista pero su
lote merecía mucho más. Desperdiciar una ocasión así,
en Las Ventas... Mi erudito amigo José María me da el resumen
calderoniano de la tarde: se ha ido «en aire, en frío, en viento, en
sombra, en nada».
Postdata. El
presidente «exhibe» (así dice el Reglamento) un pañuelo blanco, entre
otras cosas, para conceder trofeos. La mayoría de las veces, lo deja
unos segundos sobre la barandilla de su palco y vuelve a guardarlo; si
lo saca otra vez, significa dos orejas; la tercera vez, el rabo (algo
que, en Las Ventas, no se ha dado desde el de Palomo Linares y que los más puritanos consideran un sacrilegio).
El pasado sábado, se planteó el equívoco: unos creían que a Diego Ventura se
le había concedido el rabo (que había asomado el pañuelo tres veces);
otros, que sólo dos orejas (dos veces el pañuelo). La razón está clara:
el público no mira continuamente al palco presidencial. El remedio
parece sencillo: dejar el pañuelo (uno, dos o tres) sobre la barandilla,
hasta que concluya el corte de trofeos. Así se evitaría cualquier duda o
confusión. ¿Qué inconveniente tiene esto? ¿Por qué no se hace? No logro
entenderlo.
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