¡Extraño «mano a mano»
el de un diestro de a pie con uno que va a caballo! Con todo respeto,
no tiene comparación una cosa con la otra. Pero Enrique y Pablo merecen
el «aurresku» inicial y las placas que les entregan Javier Aresti y el alcalde, Ibón Aresu.
En el primero, de Bohórquez, de suave embestida, «Chenel» entusiasma
al público con sus «doblones» en tablas y llevándolo prendido a la
cola; «Viriato» lo deja llegar muy cerca, con riesgo; con «Pirata», Pablo hace el teléfono: toda una demostración de maestría y clasicismo pero mata a la tercera. Sale codicioso el tercero, de Carmen Lorenzo: lo para bien con «Napoleón». «Disparate»
pone a la gente de pie con la «hermosina», como si el caballo fuera una
muleta y alternara el haz y el envés: una auténtica lección magistral.
Con «Pirata», clava a dos manos y mata certero: dos orejas.
Victorino para rejones
No me agrada la estampa de un Victorino, el quinto, con los cuernos cortados:
el toro plantea problemas al jinete, con sus arreones y sus parones. La
faena es, lógicamente, menos brillante que las anteriores, aunque tenga
mérito. Saca al sobresaliente, Sergio Domínguez,
que quiebra con acierto (más lógico hubiera sido darle la oportunidad
en los otros toros). Solventa la papeleta Hermoso de Mendoza con oficio
pero no acierta al matar.
Echa por delante Ponce el toro de Juan Pedro (el menos complicado, se supone). Es serio, levantado de pitones, astifino, pero flojea ya en el elegante saludo con
el capote. Lo coloca perfectamente en el caballo, apenas lo pican. El
toro va largo y dócil pero es muy justo de fuerzas. Enrique lo cuida,
dibuja cambios de mano, hermosos naturales, derechazos a cámara lenta: una faena plena de armonía, deslucida por la flojedad del toro. Estocada caída.
Bien armado
El cuarto, de Victorino, es digno de Bilbao, bien armado, y lo ovacionan de salida. (Por cierto, ¿cuántos toros de Victorino Martín ha matado José Tomás?).
El diestro da la lidia adecuada a un toro que vuelve rápido en el
capote, pelea bien en la primera vara, se va del caballo dos veces más. A
la muleta llega reservón, con peligro, muy corto de embestida. Después
de doblarse con poder, Ponce lo lleva muy tapadito,
le saca derechazos templados; el toro es una «prenda», no se entrega en
ningún momento. La faena tiene mucho mérito, está hecha con sabiduría y responsabilidad de
figura, aunque no todos lo adviertan. Mata a la tercera. Como el toro
se ha resistido a doblar, lo aplauden más de lo que merece. Y al
maestro, menos de lo que es justo.
¡Si hubiera cogido Enrique uno de los alcurrucenes del día anterior!... El sexto, tan bonito como sus hermanos, sale lesionado de una pata y lo devuelven. ¡Qué mala suerte! El sobrero,
de Juan Pedro, bien armado, va y viene, con sosería. Se luce el diestro
con el capote. El toro «se deja» (¡horrible palabra y horrible
concepto!). Brinda al público. Ponce lo sujeta, rodilla en tierra; traza
derechazos y naturales de gran estética,
desmayados, acompañando con la cintura (solo falta la emoción que el
toro no tiene). Los muletazos para cuadrarlo son primorosos, ponen al
público en pie. Media arriba y falla con el descabello. Lo despiden con
una gran ovación.
Mi conclusión es
pesimista: ¿cómo le vamos a pedir a las figuras que maten toros
encastados si el público no sabe valorar sus dificultades? Ni siquiera
en Bilbao. Así nos va...
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