Nunca es tarde para volver a empezar, aunque no era un regreso como tal, porque Iván Vicente nunca
se rindió. Valió la pena la espera de seis años sin pisar Las Ventas,
que disfrutó y se volcó con el madrileño. Suya fue la tarde desde las
verónicas, de finas maneras, a «Pordiosero», que así se llamaba el excelente ejemplar del conjunto parcheado de Gavira,
con algún torete impresentable.
Torero el prólogo de Vicente, genuflexo
y a dos manos. La muleta planchada a derechas, clásico el concepto. Muy
ceñido en la siguiente, con un cambio de mano para
paladares exquisitos. Un lujo en pleno agosto venteño: ardía la piedra y
ardían las palmas de los cinco mil que se citaron. Humillaba con
nobleza y fijeza también a izquierdas, por donde brotaron naturales con encanto y un pase de pecho de aquí a la eternidad. La trincherilla resplandeció como esa luz con la que, según la pequeña Paola, brilla la estrella de Mateo,
el abuelo que nos aficionó a esta pasión, bendita ayer en las yemas de
Iván Vicente. Otra más para cuadrarlo, con el desdén de remate y la
rúbrica de un espadazo. Oreja para el matador y ovación para un
«Pordiosero» de ricas embestidas y mucha clase.
La Monumental empujaba para auparlo por la Puerta Grande cuando asomó el cuarto, un vulgar remiendo de Carriquiri.
El torero puso la firmeza y la calidad, especialmente en preciosos
naturales, que no podían tener la largura y la profundidad deseadas por
la condición del colorado. Terminó metido entre los pitones con el reconocimiento de la plaza, pero Vicente pinchó y se evaporó la salida a hombros. Merece sitio.
¡Cómo era el pitón zurdo!
Como lo merece Rubén Pinar,
que logró imantar al vareado y huido segundo. Iba y venía con estupendo
son, y el albaceteño, con la muleta presta y dispuesta, enjaretó
templados derechazos. Creció la faena en la reunión al natural,
con la tela a rastras. Emocionante el viaje de ambos: ¡cómo era el lado
zurdo de «Sereno»! Con aplomo, jugueteó del derecho y del revés hasta
marcarse unas luquinas, en las que resultó prendido de tan abandonado
que estaba. No le importó: se agigantó en las bernadinas y el desplante.
El acero le robó una oreja de ley.
Mostró su oficio y madurez con el quinto, una mole de 605 kilos con el
hierro de Carriquiri, con cortedad y complicaciones, que solo valía para
carne.
David Galván se
entregó con asiento y frío valor frente al manso tercero, de aspereza
geniuda, con el que alargó en exceso. Imposible brillar con el terciado y
flojo sexto, que para colmo se partió un pitón...
La mejor obra se había escrito en el primer capítulo. Iván Vicente volvía a la luz, pero no fue su resurrección: los buenos nunca mueren.
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