Con el más difícil de los toros de Adolfo Martín, el murciano logra una clamorosa vuelta al ruedo
ANDRÉS AMORÓSMadrid
Los toros de Adolfo Martín, serios, encastados, de juego diverso, suscitan interés pero también una notable división de opiniones (incluidas algunas voces inoportunas). Con el más complicado, Rafaelillo saca sus recursos de lidiador clásico y conecta mucho con el público. Menos fortuna tienen Castella y Escribano, a pesar de su entrega.
En esta etapa de su carrera, Rafaelillo ha logrado consolidarse como un buen profesional, especialista en corridas difíciles. El primer toro, cárdeno –como todos sus hermanos–, de hermosa lámina, blandea un poco pero vuelve rápido; es cambiante pero tiene cierta nobleza. Rafael se dobla con acierto y consigue algunos muletazos templados. Cuando el toro tarda en cuadrar, surgen algunos pitos inoportunos. El cuarto, «Malagueño» (el mismo nombre del magnífico de Alcurrucén), alirado de cuernos, ofrece un comportamiento muy distinto: sale suelto del caballo, es incierto, espera antes de pegar el arreón. Una verdadera alimaña.Con este material, el diestro despliega su gran oficio, su valor y también los recursos que eran habituales en los lidiadores clásicos y que hoy, por ser tan raros, encuentran gran eco en el público de Las Ventas. Después de varios sustos, con gran habilidad, le saca algunos naturales, cruzándose mucho (lo más adecuado, con este tipo de toro, no lo exigible en todos los casos). La gente se entusiasma cuando machetea y le coge el pitón al toro, como hacía el inolvidable Domingo Ortega. Logra la estocada a la segunda: una estampa antigua de gran plasticidad, con el diestro avanzando hacia un toro que retrocede, para morir en tablas. No concede el presidente la oreja (podía muy bien haberlo hecho) pero la vuelta al ruedo tiene un sabor de triunfo auténtico: en una Plaza tan exigente como ésta, un verdadero éxito.
El resto de la tarde tiene matices contradictorios. El segundo es un toro bonito (no importa nada que no llegue a los 500 kilos), que galopa con alegría y cierto picante. Castella logra aceptables muletazos que suscitan una fuerte división; liga las embestidas pero le afean la colocación. Prolonga la faena, rematada con una muerte espectacular, que no se agradece. El quinto, abierto de pitones, entra al caballo regateando («como Isco», comenta un vecino), se muestra incierto pero acaba embistiendo con calidad por la izquierda, casi dormidito. Castella logra buenos naturales, a cámara lenta, que vuelven a suscitar la división. ¿Tienen razón los más exigentes, que pitan, o el resto del público, que aplaude? Creo que los dos, en cierta medida. Además del gesto, hay que aplaudir la actitud de Castella, que no se ha amilanado, y su buena técnica,pero creo que no ha entendido bien lo que el público madrileño espera –y exige– con este tipo de toros: lo que aplaudirían, quizá, en una corrida de Domecq, lo protestan en una de Adolfo Martín. Para lograr el éxito, es imprescindible tener lasideas muy claras.
El sevillano Manuel Escribano muestra su habitual entrega pero no consigue triunfar. A los dos los recibe a portagayola, aguantando mucho. El tercer toro es complicado, se frena en el capote, se lo piensa mucho, antes de embestir. (Es un «pensieroso», como el Médicis de la tumba de Miguel Ángel, dice mi amigo): para torearlo, una cualidad muy poco agradable. Escribano falla en las banderillas al quiebro; brinda a Adolfo Suárez; solventa con oficio las dificultades pero no logra acoplarse. El sexto echa las manos por delante, es incierto y reservón. Comienza Manuel la faena con dos muletazos cambiados, aprieta el acelerador pero no logra el éxito.
Recuerdo ahora las frases de Adolfo Martín: «La casta es primordial, da ese plus de emoción, de riesgo. Para el espectáculo, es tan importante o más que la bravura». Totalmente de acuerdo. Con toros encastados, no nos hemos aburrido, pero los diestros y el público han de saber ver sus dificultades.
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