En el último toro de sus cuatro tardes de abril, el genio de La Puebla desata el arca de la torería a cámara lenta y corta dos orejas con la Maestranza entregada
Roca Rey se hace con otro trofeo y El Juli cae herido con amor propio
Mucho viento y un ambiente de expectación desbordada. Dios es muy mal aficionado. El papel se había acabado hace una semana al menos. Morante de la Puebla caminó a la plaza desde el hotel. La cuadrilla como guardia pretoriana por la calle Adriano. Y la parada obligatoria en este abril intempestivo en la capilla del Baratillo. Velas y plegarias para su última comparecencia en la feria.
Como respuesta a los rezos brotaron siete verónicas divinas. En cada lance, más reducida la embestida, más henchido el empaque, más acunado el toro. El remate arrebujado en vieja estampa de torería. Pero o le faltaron cuentas al rosario de Morante o el amelocotonado y redondo cuvillo portaba una bodega vacía. Sintió el hierro bajo el peto y cuando lo abandonó voluntariamente perdió la mirada. Nostalgia de campo. Ni opción de quite. José Antonio de la Puebla emprendió una faena con escasas esperanzas. Protegido entre las rayas de Eolo quiso componer por la derecha en las líneas naturales del toro. Y el toro se le venía andando, desganado y punteando los engaños. Dos aquí y tres allá desprendieron sabor. Un natural destelló solitario. Desencelada la embestida por completo. Usó el matador la espada con precaución. El cielo reservaba toda una antología...
La climalogía huracanada ya interrumpió el saludo con el capote de El Juli. El lindo y lavadito cuvillo derribó sin querer el caballo por los pechos. Y lo hirió. Salvador Núñez relevó a Diego Ortiz. Para casi nada. Roca Rey prendió la mecha del tercio de quites por caleserinas embarulladas por inapropiadas para el vendaval. Juli respondió por chicuelinas de compás abierto. La gente agradeció la competencia. No podía el toro, falto de un tranco final. Antes de que se viniera abajo del todo, el torero lo trató de ayudar. Y lo soltaba pronto de sus obligaciones. Solvencia y quietud final. Mató al muerto con eficacia.
Saltó "Encendido" con unas hechuras extraordinarias y llenas. Roca Rey libró una larga cambiada y unos lances que desembocaron en vistosa revolera. El colorado toro empujó con bravura en el caballo. Riñones adentro y abajo la cara. Rey quitó por saltilleras. Y se dispuso a torear. Terrible el viento para la misión. La apertura por alto escondía una espaldina como carta de presentación. Quiso sacárselo a los medios o más allá de la segunda raya, que era lo que pedía la humillada bravura de "Encendido". Imposible. Refugiado casi en tablas corrió la mano derecha con lentitud. A fuego lento. El cambio de mano subió la temperatura ligado al de pecho. Valor aguantar la ventolina en la zurda. Y por la derecha terminó de explotar previa arrucina. Las bernadinas de arrojo y una estocada caída al encuentro se transformaron en una oreja.
A Morante le quedaba un toro. Siempre fue torero del último toro en sus gestos. En Jerez o en Madrid. Como si cogiese el último tren. La última ola. Y en su cresta sublimó el arte del toreo.
"Dudosito" aportó su calidad contada. El genio de La Puebla lo mimó en el caballo. Y tanto quería que estrenó la no cuesta del albero. La llanura maestrante. En el tercio se le hubiera apagado la llama a la embestida. Del pase cambiado al hilo de la madera, desplegado desde el cartucho, marchó a los medios. No importaba el viento. Y allí paró el tiempo. Redondos eternos formaban triadas porque "Dudosito" no daba para el cuarto. Surgieron pases de pecho abelmontados a la hombrera contraria. Y desplantes de torería. El torear sin toro. Un afarolado birlibirloquesco y una natural como música callada. No contento Morante se recreó ya hacia tablas en derechazos de tierra quemada por un manantial de lava. El palillo se partió como un crujido. No sólo el palillo. Los cimientos de la Maestranza sentían el terremoto de una media verónica enroscada ¡con la muleta! Y en Triana temblaba el puente. Como oda al poema que encarnaba una antología, José Antonio Morante Camacho firmó los naturales más hermosos con hierro candente en la retina. Y como si se hubiera sentado en el despacho de Joselito el Gallo se agarró a la punta del pitón. Una fotografía en sepia. No hubo otro camino que atacar con el corazón la estocada. Porque el corazón de Sevilla estaba en ella. Y así el volapié reventó del todo la Maestranza. Dos orejas para una obra que se contará de padres a hijos. Y de hijos a nietos. Durante más generaciones que las que durará el toreo.
A El Juli le hirió su orgullo. Y el orgullo se hundió en sus carnes como si fuera el astifino pitón del quedo toro de Cuvillo. Fue la raza de la figura y la falta de raza del toro la que derribaron al torero, que hacía por remontar al enemigo. Pero se le quedó por debajo y. le levantó los pies del suelo. Las dagas le pasaron por el rostro con el filo del miedo. Juli ya iba herido y hacía por zafarse. Revuelo de capotes y de los que no llevaban capote al quite. El boquete ya estaba en la taleguilla sin saber el alcance. Cojeaba el matador, deshecho el chaleco, desencajado el rostro. Si cobra la estocada, esperaba la recompensa a su entrega. Pero pinchó con el cuerpo y el instinto lastrados. La ovación reconoció el esfuerzo del titán, que saludó jodido. Y pasó por su propio pie a la enfermería.
El valor de Roca Rey volvió a quedar patente con el negro sexto. Valor de Roca, valor de ley, desde los cambiados por la espalda hasta que el toro inició la cuesta abajo, lo sucedió más antes que después. En tablas y sin distancias se sucedieron pases por detrás, arrucinas y espaldinas que si caen en el abuso se demeritarán. Pinchó desgraciamente y hubo de descabellar. Sevilla lo despidió con respeto.
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