martes, 20 de julio de 2021

PIERRE BELMONTE Y LOS MAQUIS


Álvaro Sandia Briceño
Pierre Belmonte, el “Musiu” Pierre o simplemente Pierre, como le decíamos, fue uno de los personajes que conocimos en nuestros tiempos de estudiantes universitarios y que dejaron huella en esta Mérida serrana.

Había nacido en uno de esos pueblos al borde de los Pirineos, en Pau, en Francia, muy cerca de la frontera con España, de allí sus muy hispanos apellidos, Belmonte López, en un tiempo en que era fácil estar en uno o en otro país, dependiendo de las condiciones sociales, políticas o económicas por las que atravesaran las familias.

La historia de Francia empieza con sus primeros pobladores, los celtas, que se fundieron con las antiguas tribus indígenas y formaron el pueblo galo. Los griegos, romanos y germanos ocuparon la Galia. Carlomagno sometió a lombardos, sajones y ávaros, antes de ser coronado emperador de Occidente. Los Capetos y Valois establecieron las nuevas monarquías. La Guerra de los Cien Años y la Guerra de los Treinta Años constituyen dos períodos históricos que entrelazan la acción heroica de Juana de Arco, símbolo del sentimiento nacionalista francés, pasando por Enrique IV el de la célebre frase “París bien vale una misa”, de Luis XIII asistido por los hábiles Cardenales Richelieu y Mazarinos, el reinado personal y absolutista de Luis XIV y su “Le etat ce moi” y de la Pompadour y de la du Barry, y de sus pocos competentes sucesores, los otros Luises, que culminan con la Revolución Francesa, la abolición de la monarquía, la proclamación de la I República y la guillotina que separó las cabezas de los reales cuerpos de Luis XVI y de su esposa María Antonieta.
Después vendría Napoleón con sus triunfos en la política y en los campos de batalla, su coronación en Notre Dame, su declinación y su ocaso hasta culminar en su histórica derrota en Waterloo y su exilio final en Santa Elena, el segundo imperio de Napoleón III y la sublevación de la Comuna de París que dio origen a la III República.

Más recientemente, apenas transcurridas las dos primeras decenas de años del siglo pasado, comenzó la Primera Guerra Mundial y veinte años después la Segunda Guerra Mundial. En estas conflagraciones bélicas Francia estuvo involucrada y fue uno de los países participantes tanto en su desarrollo como en los acuerdos que se firmaron entre las naciones triunfadoras y las derrotadas.

Francia y su historia no pueden sintetizarse en unas breves líneas, pero teníamos que llegar a la Segunda Guerra Mundial en la cual se dividió el país en dos, el que dirigía el Mariscal Petain y la resistencia que desde Londres comandaba el General De Gaulle, para ubicar a Pierre Belmonte en los grupos guerrilleros urbanos que lucharon con todos los medios posibles en territorio francés ante la ocupación alemana.

Pierre Belmonte nació cuando Francia saboreaba las amargas mieles del triunfo de la Primera Guerra Mundial, en la cual, como uno de los países vencedores de  Alemania, había firmado en Paris el Tratado de Versalles que impuso al país derrotado severas sanciones, calificadas de humillantes, que provocaron el resentimiento que llevó a Hitler a exacerbar el sentimiento nacionalista alemán, a armarse en contravención de lo pactado en el Tratado, y a provocar con sus delirios el desastre que significó la Segunda Guerra Mundial.

Pierre era un joven veinteañero cuando Hitler invadió a Francia. Pronto se incorporó a los célebres “maquis”, los guerrilleros franceses que desempeñaron un eficaz papel en la lucha contra el invasor alemán. La palabra “maquis” deriva de la abreviatura de “maquisard”, que es una palabra francesa empleada para designar determinadas formaciones arbustivas secundarias, típicas de las regiones mediterráneas y es un matorral espeso y cerrado por el cual se camina con dificultad.
Fue acertado el nombre porque la actuación de los “maquis” dificultó el paso y el avance de los soldados alemanes en las ciudades y campiñas francesas.
Los “maquis”, en pequeños grupos, acosaron y hostigaron a los invasores y desempeñaron un eficaz papel para preparar la derrota final de los ejércitos alemanes en territorio francés. Emboscadas, ataques por sorpresa, retiradas súbitas y toda clase de estratagemas, incluyendo saboteos a vías férreas, a torres de electricidad y a instalaciones industriales fueron ejecutadas por los “maquis” que utilizaban para estos fines armas ligeras y explosivos de gran potencia y de fácil manejo. Todos estos elementos formaron parte de sus tácticas porque eran los medios de que se valían los débiles en su lucha contra los fuertes. Aprovechaban cualquier paraje que les permitiera ocultarse porque hicieron uso de procedimientos de guerrilleros,  entorpeciendo y haciendo casi imposible su persecución y exterminio. Utilizaban todas las ocasiones favorables que se les presentaban para actuar y siempre contaron con el apoyo de la población civil que los ayudaba, ocultándolos y suministrándoles comida y vituallas y armas y explosivos si estaban a su alcance.  Mientras no se dio la invasión de los aliados en Normandía fue la mejor demostración de que Francia estaba dispuesta a luchar para recobrar su independencia y librarse de los invasores.

Pierre fue poco dado a comentar sus experiencias como integrante de los “maquis”. Solo sabemos que luchó denodadamente a favor de su país y que en una acción guerrillera en la cual tuvo una actuación preponderante, perdió un ojo. La habilidad de los cirujanos no le rehabilitó el órgano dañado que pronto fue sustituido por uno de vidrio no siempre detectado por sus interlocutores cuando le miraban los ojos azules, uno más claro que el otro.

La Francia que surge después de la Segunda Guerra Mundial era un país devastado. El parque industrial estaba destrozado, los campos abandonados y la economía paralizada. Había que buscar otros derroteros y como muchos de sus coterráneos no le quedaba otra opción que rastrear otro país para rehacer su vida. Pierre todavía era joven y se consideraba y era diligente y laborioso.

Tuvo la suerte de conseguirse con Janette Ormezano, una mujer pequeña de cuerpo pero de un espíritu inmenso, porque no todo podía ser tristeza y lágrimas, y entre los dos organizaron el viaje a Venezuela, una de las opciones que barajaron como destino. Llegaron a Mérida y Pierre, que además de su francés natal se expresaba bien en el idioma español, pese a algunas vocales y consonante mal tratadas y acentos no siempre bien empleados, pronto consiguió trabajo en la Reencauchadora Trasandina del empresario italiano Antonio Menesello, industria en la cual figuraba como directivo y socio accionario el reputado jurista merideño el Dr. Ramón Mazzino Valeri.

Pierre y Janette vivieron en una pieza alquilada durante los primeros tiempos y procuraron ahorrar todo lo que podían para invertirlo luego en algo que les fuera productivo. Se eximieron de asistir a las invitaciones que les hacían y evitaban todo contacto social que significara algún gasto. En la ciudad solo contaban con la amistad de Elizabeth Charabot, una francesa de cierta edad que había llegado años atrás y que se había relacionado con empresarios de Caracas a quienes representaba como distribuidora de las Rockolas Wurlitzer cuya parte gerencial estaba a cargo de otro francés, Jean Ringuisen. El otro amigo francés era Marcial Laffaille, ingeniero y constructor, quien se convertiría en uno de los asiduos clientes del “Chez Pierre” una vez instalado el negocio.

EL BAR DE PIERRE  - “CHEZ PIERRE” 

Pronto se le presentó a Pierre la oportunidad de iniciar su propio negocio. Frente a la Plaza Bolívar había un bar con un pequeño restaurant anexo cuyo dueño de nacionalidad italiana, atravesaba por dificultades económicas derivadas de su afición al juego.

Se enteró del problema por amigos comunes y entró en conversaciones para adquirirlo. No le fue difícil porque el italiano estaba desesperado por vender el negocio. Pierre lo compró utilizando sus ahorros y con algún dinero prestado por uno de sus amigos. Lo rebautizó como “Chez Pierre” y pronto el nombre se hizo visible en un aviso de Cerveza Zulia situado encima de la puerta de entrada. Era su primer negocio propio, bueno, no solo de él, sino también de Janette, su solidaria mujer y compañera.

Pocos arreglos fueron necesarios para que el bar restaurant, ahora con nuevo nombre, abriera sus puertas. Pierre se encargaría del bar y Janette del restaurant, los dos eran trabajadores y sabían que la buena atención a los clientes redundaría en beneficio para el negocio recién iniciado.

El “Chez Pierre” estaba muy bien ubicado frente a la Plaza Bolívar. Ocupaba un local comercial en la vieja casona colonial de Don Enrique Dávila, franqueado a un lado de la entrada de la vivienda por una barbería y en la esquina la Ferretería Las Novedades de John Dávila Fonseca. Al lado en el Edificio San José estaba la Librería Mérida de Don José Eduardo Scheuren y la Farmacia Central. Más arriba el Bar Metropol de Bernardo Baamonde Teijido, que nunca compitió con el “Chez Pierre”. Seguían, en el Edificio Salas Roo, los Almacenes Dovilla con su slogan “Dovilla, que maravilla” y sus ofertas en el mes de julio porque era el mes, según la propaganda comercial, en que había nacido el dueño de la cadena de esos almacenes, Don Julio Dovilla.

La cordialidad de Pierre y Janette en sus respectivos roles dentro del establecimiento fue pronto conocida sobre todo de los estudiantes universitarios y también de los profesores y de la comunidad en general. La cercanía con la Facultad de Derecho y del Edificio Central de la Universidad y más allá la Facultad de Odontología, facilitó que los alumnos de estas facultades se acercaran y se hicieran clientes, además era paso casi obligado para ir a los Cines Mérida y Cinelandia ubicados en el centro de la ciudad y al Teatro Universitario donde también se proyectaban películas, hoy denominado Teatro César Rengifo. 

Las retretas de los días jueves y domingo con la Banda del Estado bajo la batuta de su Director el Profesor José Rafael Rivas, era propaganda gratuita para el establecimiento, porque los que iban a disfrutar de las melodiosas piezas musicales y a dar vueltas por la Plaza Bolívar tenían necesariamente que mirar hacia el local, sobre todo si alguna de las novias quería pescar “in fraganti” a su amado mientras éste disfrutaba de  una cerveza o escanciaba una cubalibre sin el debido permiso de la suspicaz dama.

Al entrar al “Chez Pierre” se podía uno sentar en los taburetes de la barra del bar, situado a la izquierda, que ocultaba en su interior la nevera de las cervezas y el congelador que fabricaba el hielo, elemento necesario para las bebidas y refrescos que se expendían; enfrente estaban unos veladores en los cuales nos acomodábamos en los escaños en grupos hasta de seis, tres para cada lado, para pedir una botella de ron Santa Teresa, “pecho plano” le decíamos por la forma, o de ron Pampero, ambos al mismo precio de Bs 20 hasta la devaluación económica del gobierno del Presidente Betancourt y de su Ministro de Hacienda Eduardo Mayobre, en el año 1962, que elevó el dólar de su paridad cambiaria de Bs 3.35 a Bs 4.30 por dólar, y luego de la devaluación, el precio subió a Bs 25 la botella. El servicio incluía coca cola, hielo y los limones necesarios para preparar una buena cubalibre, a las que se le adicionaba, a veces, unas gotas de Amargo de Angostura para mejorar el sabor.

En la pared del velador central había una pintura de un guitarrista con cara triste pulsando las cuerdas del instrumento con la mano izquierda, tenía un nombre debajo del cuadro que lo identificaba: “El zurdo sentimental”.

En esa época nuestros escuálidos bolsillos también sufrieron los embates de la devaluación cambiaria con los precios de la cubalibre servida que subió de Bs 1.25 a Bs 1.50 y las cervezas Zulia o Polar, no había otras marcas, que subieron de cinco “lochas”, Bs 0.62½ a  “real y medio”, Bs 0.75. No por estos nuevos precios dejamos de asistir al “Chez Pierre” o a su vecino el Bar Metropol y unas cuadras más arriba, en el cruce de las Calles Independencia y Cerrada (hoy Avenida 3 con Calle 19), al Bar Kon Tiki del recordado “Compita“ Paredes, para solo nombrar a los más conocidos y a los cuales acudíamos con más confianza, no solo por el servicio sino también por la amistad con los dueños.

Como la unión hace la fuerza a veces nos reuníamos un grupo de amigos y poniendo un “fuerte” Bs 5, por cabeza, pedíamos la botella de ron. Casi nunca se nos ocurría pedir pasapalos, de allí los ratones o resacas del día siguiente. El whisky era una “rara avis” para nosotros los estudiantes, su precio servido en vaso o por botellas, nos parecía inalcanzable y sólo cuando un profesor o algún amigo nos brindaba podíamos disfrutarlo.

El Bar de Pierre sirvió no solo para amainar nuestras inquietudes estudiantiles sino también como punto de convergencia de estudiantes de diversas toldas políticas venidos de todo el país. Allí nos sentábamos adecos, copeyanos y urredistas que habíamos accedido a los partidos políticos que revivieron después del 23 de enero de 1958, así como tal cual perezjimenista de bajo perfil. Pierre nunca aceptó discusiones políticas y menos en voz alta y estaba presto a intervenir para aplacar los ánimos encendidos bajo la amenaza de no volver los trasgresores a pisarle el Bar. 
Pierre era muy cuidadoso de la conducta y del comportamiento de sus clientes habituales y cuando observaba que alguno de los “bachis” se había excedido en los tragos o “pasado de palos”, discretamente lo llamaba a un lado y de ser necesario pedía un taxi a la Linea 3 Rojo, situada en la esquina norte de la Plaza Bolívar, para que lo llevara a la casa o a la pensión donde vivía y cuando volvía al día siguiente al bar a preguntar por la cuenta o “qué había pasado” porque tenía alguna “laguna” mental que más bien parecía un “océano”, se conseguía con que se le habían adicionado a la factura Bs 5, que era el costo de la “carrera” hasta su destino en la perturbada noche.

El dueño del Bar, ese francés firme pero cordial, también se convirtió en consejero, asesor y confidente de muchos de los jóvenes estudiantes que eran sus clientes y más de una vez le vimos como llamaba aparte a alguno para decirle que no le gustaba como era el proceder en sus obligaciones o que se había enterado de que no estaba estudiando lo suficiente y que por eso lo habían raspado en tal o cual materia. El fin del mes o el comienzo del siguiente y cuando la “mesada” o el “giro” no habían llegado a tiempo, Pierre prestaba el dinero necesario para esos gastos inminentes (vivienda, comida o transporte) sin que le hiciera cargo alguno por concepto de intereses, al fin y al cabo, no solo eran sus clientes, sino también sus amigos.

La vecindad del Edificio San José, al lado del “Chez Pierre”, fue factor que facilitó que muchos de los estudiantes que vivían allí en esos apartamentos, casi todos de familias con altos recursos económicos, pronto se hicieran clientes del Bar y del Restaurant: Luis Alfredo Jugo de San Cristóbal, Chuchi Muchacho de Valera, Enrique Carmona Concha y  Álvaro Medina de Barinas, Lucio Pisciutta y el “Flaco” Guillén de Barquisimeto, eran clientes habituales del Restaurant, con tal cual incursión por los predios del Bar, aunque en algunas ocasiones hicieran escala mientras se tomaban una cerveza o un cubalibre de aperitivo y se olvidaran de que habían entrado al local para disfrutar de los bien sazonados platos preparados por Janette.

Mención especial merece otro barquisimetano, Omar “Chivo” Ramos, simpático y afable, estudiante de bioanálisis, asiduo parroquiano del establecimiento, quien con su gracejo y especial modo de hablar y de tratar a la gente se hizo querer no solo de Pierre y Janette, sino de muchos de los que frecuentábamos el céntrico local. 

Otros clientes habituales del Restaurant eran Carlos García Vallenilla y Elías Rad Rached, quienes compartían un apartamento frente al Seminario de Mérida, y los arquitectos Iván Cova Rey y Alfonso Vanegas y también Adolfo Paolini Pisani, quien trabajaba como topógrafo en las Obras Públicas Estadales. El ser usuales consumidores en el Restaurant no los eximía de hacerse presentes en el Bar porque la alcabala que representaban los amigos allí instalados, era a veces difícil de traspasar.

El primer velador a mano derecha entrando al Bar tenía unos clientes muy singulares dedicados a jugar “cachito” con los dados y a tomar cerveza, llegaban a eso de las seis de la tarde y eran fijos, porque se dedicaban a esa tarea de lunes a viernes: Pepe Matheus, Genesio Dean, Frank de Jongh, Mílmero González y Juvenal Quintero, todos muy buenas personas y con años suficientes para ser padres de cualquiera de los estudiantes que allí concurríamos. Para Pierre no eran grandes consumidores, pero en aquellas tardes en que el negocio estaba con poca asistencia, el ruido de los dados sobre la mesa de madera, las chanzas entre unos y otros y la solicitud de “Pierre, tráeme otra” le alegraban esas horas.

La rockola del Chez Pierre de marca Wurlitzer y adquirida de la empresa Elizabeth Charabot C.A. por la cantidad de Bs 8.000,oo lo mismo que valía un carro Volkswagen, como la de establecimientos similares, era una muestra de los gustos musicales de la época. Las canciones de Chelique Saravia Ansiedad y Cuando no se de ti en las voces de María Teresa y Rosa Virginia Chacín, la música llanera de los Torrealberos de Juan Vicente Torrealba, las guarachas de la Billo's o el ritmo dominicano de Chapuseaux y Damirón y su cantante Sylvia de Grasse, La Pollera Colorá con Los Melódicos o Lamento Náufrago con Chucho Sanoja y su solista Victor Piñero, los inolvidables boleros interpretados por Olga Guillot, María Luisa Landin o Toña la Negra, Nat King Cole cantando en español o las rancheras de Pedro Infante, Jorge Negrete, Miguel Aceves y Mejia, las guitarras y las voces de Los Panchos, los Tres Ases y el Trío San Juan con John Albino y Siete Notas de Amor, los pasodobles de Los Churumbeles de España y algún guiño a las canciones de Edith Piaf: La Vie En Rose, Hymne A L'Amour o Toujours Aimer para complacer los gustos franceses de los dueños, formaban parte de la extensa selección de discos que se podían escuchar con introducir por la ranura de la rockola un medio 0.25 un disco, un real 0.50 dos discos y un bolívar cinco discos. Cuando se quedaba en silencio la rockola por un rato largo era el propio Pierre el que la ponía a funcionar colocando uno o dos bolívares al aparato y seleccionaba aleatoriamente los discos. Aunque no creo que conociera mucho la palabra seretonina, si sabía que la música era un elemento importante para mejorar el ambiente del local.
  
Como buenos venezolanos y amigos de tomar un café de vez en cuando, a Pierre nunca pudimos convencerlo de que instalara una máquina Gaggia para hacer café expreso o marrón o con leche o negrito (el café del restaurant era colado en la muy criolla bolsa de tela) y nos daba como  explicación que si la instalaba se le llenaría el bar de parejitas de novios a mirarse los ojos y a agarrarse de las manos mientras se tomaban cada uno un café que costaba en ese entonces un “medio” Bs 0,25, mientras si servía una cerveza o un cubalibre el precio y la consabida ganancia era distinta. De verdad que pocas parejas de novios frecuentaban el bar aunque si el restaurant, ubicado al fondo y separado del bar por una puerta en arco. El servicio del restaurant lo atendía Janette  con la ayuda de una o dos muchachas según fueran los requerimientos de la clientela del  momento.

El restaurant consistía en seis mesas para cuatro personas cada una con una capacidad para atender simultáneamente a 24 comensales que en un momento dado podían ampliarse hasta 32, con manteles de tela confeccionados por la propia Janette y la vajilla, platos y pocillos, tenían que ser, por supuesto, de la fábrica colombiana Corona y comprados en Cúcuta.

En las paredes compartían espacio algunos cuadros del pintor vasco-merideño Juan Viscarret con los “diplomas de grado”, debidamente enmarcados, que tanto enorgullecían a Pierre y que consistían en los banderines y las firmas de los integrantes de algunas promociones egresadas de la Universidad de los Andes cuyos alumnos, además de clientes del Bar-Restaurant, habían tenido con los dueños una especial relación.

Entre esos “diplomas de grado” destacaban los de la Promoción de Ingenieros Civiles “Lic. Roberto Vargas” (1960) entre cuyos miembros estaban Román Eduardo Sandia Briceño, José Antonio Masini Díaz, Marcos Rodríguez, Enrique Vilela, Francisco “Chiquino” González, Oscar Montenegro y Martha Saldivia Chaar, entre otros.
La Promoción de Abogados “Dr. Ramón Vicente Casanova” (1962), integrada por Gilberto Sandia Briceño, Bernardo Celis Parra, Jairo Páez González, Enrique Carmona Concha, Víctor “Chiche” Leañez, Gustavo Orta, Cecilio “Chivo” Zubillaga, Nabys Josúe Rojas Ramírez, Mauro Rojas, Gilberto Moreno y Jesús Ramón Pérez Febres, entre los más consecuentes con el “Chez Pierre”, también le entregó a Pierre el “diploma de grado”, con una fotografía de todos con el Profesor Dr. Pedro Pineda León tomada al pie del busto del Libertador que estaba en el centro del patio de la Facultad.

Como Pierre y Janette se fueron para Francia en el año 1963, la Promoción de Abogados “Dr. Pedro Pineda León” (1964) de la cual formé parte, no pudo compartir con las otras promociones el lugar que le hubiera correspondido con el “diploma de honor” en las paredes del restaurant, para satisfacción de quienes fuimos no solo sus clientes sino mantuvimos con los dueños una relación de sólida amistad a través de los años.
   
En el restaurant el menú era muy sencillo y consistía en entrada, un segundo plato, postre y café, todo por Bs 8, aunque se podían pedir por separado. Si bien la comida era criolla no dejaba por eso Janette de ponerle un “toque francés” y eso hacía atractivo el lugar que unía a la calidad del servicio, precios solidarios y atención esmerada y personalizada.

Al Bar no solo acudíamos los estudiantes, también era frecuentado por profesores de las Facultades de Derecho y Odontología, por la cercanía, y de otras más lejanas facultades y escuelas. 

Muchas son las anécdotas que pueden contarse y las historias que vivimos en el “Chez Pierre” son casi inagotables, pero vamos a entresacar algunas que merecen recordarse:
Al comienzo de una noche del mes de julio, estaba en uno de los veladores con un grupo de estudiantes de segundo año de derecho que estaban muy eufóricos porque habían presentado el examen final de Derecho Civil II y según ellos, habían aprobado la materia. De la primera botella de ron ya habían pasado para la segunda y aquello amenazaba con alargarse y como decíamos en el argot estudiantil y emulando a los narradores del beisbol profesional, estábamos a punto de decir: “pica y se extiende”.

Eran como las nueve de la noche cuando entran los miembros del  jurado del examen, los doctores Germán Briceño Ferrigni, profesor de la materia, Luis Contreras Pernía y Jorge Francisco Rad Rached, quien además era el Director de la Escuela de Derecho. Los profesores saludan con un cordial “buenas noches” a los bachilleres y pasan directamente al restaurant, y una vez sentados en la mesa le piden a Pierre, quien los fue a atender, que les sirviera unos whiskys. Yo estudiaba tercer año de derecho y por lo tanto nada tenía que ver con la materia presentada por mis amigos y con la celebración adelantada. Me acerqué a la mesa de los profesores para saludarlos y me senté un rato con ellos quienes me informaron que por lo tardío de la hora habían decidido suspender el examen para reanudarlo a las ocho de la mañana del día siguiente. Los exámenes finales en la Facultad de Derecho eran orales y públicos y cualquier persona podía entrar a presenciarlos, fuera  estudiante o no de la facultad, y las notas se leían cuando todos los llamados por lista habían presentado la materia.

Al rato de estar con los profesores, Germán Briceño Ferrigni, quien está al lado mío, baja la voz y me dice: “Me guardas un secreto?” y ante mi gesto afirmativo, continúa: “Todos los que están en esa mesa echándose palos están raspados”. Por supuesto que al regresar a la mesa pagué lo que había consumido y me fui para la casa. Fui incapaz de continuar celebrando sabiendo que mis amigos, todos raspados, deberían reparar la materia en el mes de septiembre y que recibirían las notas, bien enratonados, al día siguiente.

El Dr. Víctor Manuel Giménez Landínez fue Ministro de Agricultura y Cría en el gobierno del Presidente Rómulo Betancourt. Estudió en el Colegio San José de Mérida y fue compañero de mi padre, Acacio Sandia Ramírez, en las aulas y en el equipo de futbol del Colegio en los torneos estadales. En la Exposición Agropecuaria de unas Ferias de Tovar nos presentó Germán Briceño Ferrigni, entonces Presidente del Partido Socialcristiano Copei y de la Asamblea Legislativa del Estado Mérida. Desde allí nació una cordial amistad entre los dos.
El Dr. Giménez Landínez, siendo Ministro, vino a dictar una conferencia sobre Derecho Agrario en nuestra Facultad. Yo estudiaba segundo año y el Dr. Giménez Landínez me saluda con mucho afecto delante del Rector de la ULA, Dr. Pedro Rincón Gutiérrez. Al finalizar la conferencia el Rector me invitó para un almuerzo en el Hotel Belensate que le ofrecía al conferencista y le dice que su vehículo está la orden para llevarlo. El Dr. Giménez Landínez me pregunta si tengo carro y ante mi respuesta afirmativa le dice al Rector que él se va conmigo.
 
Cuando vamos a buscar el vehículo me dice el Dr. Giménez Landínez que tiene sed y a mí me pareció lo más normal invitarlo al Bar de Pierre que quedaba cerca de la Facultad. Entramos al Bar, nos sentamos en la barra y yo pido dos cervezas. Le presento mi vecino de barra a Pierre y le digo: “Sabes a quién te he presentado?” y el “Musiú” me hace un gesto negativo con la cabeza y yo le digo: “Es el Ministro de Agricultura y Cría del Presidente Betancourt”. A Pierre por poco se le salen los dos ojos, el suyo y el de vidrio, y muy emocionado le dio la mano, no podía creer que un Ministro estuviera en su Bar y menos sentado en la barra.
 Conversamos un poco y nos dio tiempo para tomarnos una segunda cerveza. Cuando pedí la cuenta, eran Bs 3 a Bs. 0.75 cada cerveza, Pierre no me cobró. En mi larga carrera como cliente del Bar de Pierre Belmonte, fue la única vez que no pagué una cuenta.

Entre los amigos de Pierre y Janette estaba el Dr. Carlos Febres Poveda, dirigente político y profesor universitario, quien fuera el primer Gobernador del Estado Mérida en el gobierno del Presidente Betancourt. Como una manera de distender las tensiones derivadas de su cargo, se hizo el propósito de ir a cenar una noche al mes al restaurant del “Chez Pierre”. Llegaba manejando su propio vehículo, un modesto Chevrolet verde comprado en Mérida Motors y lo estacionaba enfrente del negocio. Se bajaban él y su esposa Doña María José y entraban como cualquier cliente hasta el restaurant donde en la mesa reservada para los dueños, se sentaban las dos parejas. Compartían y conversaban cordialmente, cenaban y se tomaban una copa de vino. El Dr. Febres Poveda nunca aceptó que Pierre no le cobrara e insistía en que tenía que pagar y así lo hacía. Con su proverbial simpatía volvía a atravesar el negocio y a saludar a todos mientras se despedía prometiendo volver “el mes entrante”.

Como no todo podía ser trabajo, Pierre y Janette aprovechaban el asueto universitario del mes de agosto para tomar sus vacaciones y cada año se iban para Cartagena de Indias, en la costa colombiana, donde se hospedaban en el Hotel La Capilla del Mar, propiedad de sus amigos franceses Pierre y Jeanne Daguet. El sol, la arena y la playa los distendían y además disfrutaban de las excelencias del restaurant con su especialidad en delicias del mar o de la cercana “boite”, ubicados en el último piso del hotel, con una maravillosa vista panorámica de la bahía de Cartagena. En esta forma renovaban energías y regresaban a retomar sus labores en el “Chez Pierre”.

Hay un viejo dicho que siempre hemos escuchado: todo comienzo tiene su final y un mediodía en que había ido al Bar con el ánimo de leer El Universal, mientras me tomaba una cerveza, ya que en mi casa compraban El Nacional, me dice Pierre que él y Janette están cansados del negocio, que era muy exigente en cuanto al horario y la atención, y que tenían una oferta de unos españoles para comprarlo. Le pregunto que si lo venden qué van a hacer y me responden que se regresan a Francia, donde piensan establecerse en Jean le Pin, en la Costa Azul, y que tienen en mente poner una venta de quesos con un pequeño espacio para degustarlos con unas copas de vino de la región.

Entendí el planteamiento de los dos. Hicieron la negociación y se lo vendieron a los españoles, naturales de la zona de Navarra y por eso le cambiaron el nombre, se llamaría Los Navarros.
Los clientes de siempre volvimos pero la relación con los nuevos dueños no era la misma, eso influyó para que al poco tiempo no volviéramos más. El negocio empezó a declinar y los navarros terminaron deshaciéndose del bar y restaurant.

Poco antes de regresar a su país natal, Pierre y Janette vendieron lo que tenían en el apartamento situado detrás del restaurant del bar, donde vivían en forma muy sencilla. Se fueron para Francia en primera clase en el vapor Antilles, acompañados por Lucky, la perra bóxer que le habían comprado siendo una cachorra a Bernardo Celis. Fue una grata travesía por mar, en circunstancias muy distintas de aquellas, hacía unos cuantos años, cuando vinieron a nuestro país.

Jean les Pins es una ciudad en la comuna de Antibes, en el suroeste de Francia, en la Costa Azúl. Es uno de los  destinos turísticos preferidos por el jet set internacional por sus casinos, discotecas y hermosas playas.
Instalaron el negocio de quesos y me comentaban en sus cartas que les iba muy bien económicamente. Pronto se dieron cuenta de que los franceses no son amigos de hacer nuevos amigos. Pierre se quejaba de que aquí en Mérida era amigo del Gobernador del Estado y que allá, en su propia tierra, no era amigo ni del policía que hacía la ronda cerca de su establecimiento comercial.

Los brasileños llaman ”saudades” al estado de ánimo en que se recuerda con nostalgia lo que tuvimos y dejamos atrás. A Pierre y a Janette les sucedió algo parecido. Añoraban a Mérida y a sus amigos, a la pequeña ciudad escondida al pié de la sierra nevada, el tañer de las campanas de la Catedral, el frío, la lluvia y la neblina, los estudiantes, a los profesores, las retretas, las visitas, los limpiabotas de la Plaza Bolívar, la línea de taxis cercana, nuestro hablar a  gritos, el orden dentro del desorden o el desorden dentro del orden.

A los pocos años volvieron a Mérida y mientras se ubicaban se hospedaron en la casa-quinta de Román Eduardo y Martha Sandia en la Urbanización Santa María, sus cercanos y estimados amigos, a quienes querían como hijos y a los hijos de estos como sus propios nietos.

Mérida volvió a acoger, con cariño, a Pierre y a Janette. Esta era su tierra de adopción y la querían, estoy seguro, más que a la propia. Llegaron y se quedaron muchos años más. Hicieron otros negocios, pero esas serán otras historias.

1 comentario:

Antonio José Monagas dijo...

Caramba Alvarito. Tu inspiración, hizo que pudiera pasearme no sólo por la historia convulsiva que vivió Francia las primeras décadas del siglo XX.
También, por la vida de Pierre a quien, sin haberlo tratado como tú, le tuve especial admiración. Sentimiento éste que vivencié dado lo ameno de sus conversaciones.
La otra razón que me lleva a escribirte, es la brillante memoria de la que haces uso para poner a tus lectores a disfrutar tan coloquial narración.
Pero es también el carácter hermenéutico que le impone sentido a tu narrativa.
Tu virtud historiográfica hace que cualquiera pueda sentirse en medio de una clase de desarrollo social y sentado lo más próximo al profesor. No sólo para captar los detalles que traducen la emoción del docente. También, para no perderse la más mínima expresión de felicidad de un hombre que recuerda en su corazón la vida de un amigo. Es al mismo tiempo, un espacio de oralidad que cuenta la magnificencia del valor amistad como el puntal sobre el cual se equilibran los placeres de la vida.
Gracias por invitarme a volar alto sobre el terreno de la vida.
Abrazo de respeto y afecto
AJMonagas