El único matador que ha salido a hombros en San Isidro relata su paso de la amargura a la plenitud total
IGNACIO GIL
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Semejaba la imagen de un barco sin timón entre el oleaje de gentío sobre la Puerta Grande. Alejandro Talavante
yacía tendido en un eterno vía crucis a hombros, siempre en horizontal,
donde catorce estaciones se quedaban cortas. «Parecía un cadáver. Creí que no llegaría nunca a la furgoneta»,
manifestó a ABC el torero. Relato feliz pero estremecedor de esa
resurrección: «No podía incorporarme. La Policía no me ayudaba. Me
sentía solo entre la multitud. Es bonito palpar esa admiración, pero fue
una exaltación tremenda.
La gente ha cogido la costumbre de llevarse un recuerdo, pero a esos
niveles... El traje de luces es algo muy significativo y debe tratarse
con el mismo respeto que lo hacemos los toreros». De este terno azul y
oro no ha quedado ni una pieza sana:
bordados, machos, alamares... Todo arrancado para guardar un tesoro del
ídolo, con un mapa de magulladuras sobre la piel. «Lo increíble es que
yo llegase al furgón», subraya. «Son anécdotas que recordaremos
-continúa-, incluso tienen su punto gracioso, en una tarde llena de
cosas bonitas».
-¿Se imaginaba algo tan mágico después de su decepcionante encuentro a solas con los victorinos?
-Sinceramente, sí. No puedes llegar a Madrid con la
seguridad total de que te van a salir las cosas, porque la verdad es muy
difícil, pero yo sí tenía esa fe y esa entrega. Y lo demostré con el
toro de Victoriano del Río, al que felicito.
-La faena traspasó la barrera de la emoción y el sentimiento. ¿Cómo la recuerda el autor 24 horas después?
-Fue un toro que me transmitió y me ilusionó. Tuvo una
salida excesivamente fría, hacía tiempo que yo no veía salir a un animal
así. Pero vi que empezaba a coger celo y a colocar cada vez más la
cara, aunque en el caballo y en el capote pudiese parecer desastroso. Lo
vi muy claro. Por eso empecé con estatuarios. Estaba entregado y quería
entregarme más.
-Su pureza caló hondo y Las Ventas rugió al unísono. ¿El secreto?
-He cuajado faenas en Madrid, pero nunca la había visto así
conmigo. Sentía ese ruido de transmisión al salir de las tandas. Y hubo
un momento en que me obsesioné por hacerlo todo más puro y por buscar
la verdad absoluta, esa que siempre perseguimos. Resultó increíble.
Cuando enterré la espada, fue un momento de realización total, de
satisfacción plena, como si liberase un montón de sensaciones guardadas.
Talavante (Badajoz, 1987) reveló su tauromaquia después de unas jornadas «muy duras». Su amigo Sergio Ramos le dio buen bajío desde el callejón. Desde el tendido de Joaquín Sabina se
tarareaba el «Pongamos que hablo de Madrid». El hombre solitario se
había bajado en Atocha, rumbo a una estación bautizada como Ventas. Y
allí se reencontró con la plaza que lo desvela desde chiquillo, alejado
de miedos escénicos.
-¿Ha necesitado ayuda especializada para sobreponerse a la desazón anterior?
-Lo he superado solo. Di muchas vueltas y me di cuenta de
que hay un solo camino: la entrega. Sabía que había matado la corrida de
Victorino con dignidad. Esa tarde no invitó a torear: se desmontaron
todos mis esquemas. Quería explotar mi izquierda y torear con clase, y
desde que noté esa barbaridad de viento supe que eso estaba anulado.
Había planteado un gesto con sinceridad absoluta, sin buscar alivios. El
ambiente era brutal, de acontecimiento, pero salvo el tercer toro, con
el que me entregué, la corrida no sirvió.
-¿Lloran los valientes?
-Sí. Pero yo hace mucho que no lloro. Este brillo (apunta a sus ojos) es de la alergia al polen.
-El viernes tapó bocas críticas...
-Hay que tener paciencia y saber esperar. Lo del otro día fue un accidente. Atravieso un momento feliz.
Aquella encerrona ya es pasado. Alejandro Talavante es hoy
un torero en plenitud. Ayer, durante la entrevista concedida a ABC en el
hotel Palace, el teléfono no paraba de sonar. ¿A quién llamó usted primero? «A El Juli, que es talavantista total y estaba entusiasmado con el triunfo».
La expectación habitaba a las puertas del céntrico hotel,
donde un grupo de adolescentes esperaba a la banda británica One
Direction y se encontró con otro ídolo, «su» torero. «¿Está ahí de
verdad?», preguntaron al unísono Carmen, Marta y Blanca a
nuestro fotógrafo. «Tan de verdad como su muleta», respondió Ignacio
Gil mientras las retrataba con el ABC entre las manos. Talavante estaba a
punto de salir para emprender rumbo a la clínica La Fraternidad. Allí
se recupera su banderillero herido, Valentín Luján,
que evolucionaba favorablemente. El percance empañó tanta felicidad y
una celebración «tranquila, con mi gente, con mi familia, que sufre
mucho, al igual que yo, por la presión constante». Dice que la noche del
triunfo no le apetecía «hablar con nadie, cada vez me gusta más disfrutarlo a solas con mi entorno; ya no es el fulgor de los comienzos».
La mirada de Alejandro, con esa figura de junco,
cada vez más enjuto, era la de un hombre en paz. Cuatro Puertas Grandes
venteñas con sólo 25 años resplandecen en sus galones. «Soy un
privilegiado por vivir instantes únicos e indescriptibles», asegura. No
quedará ahí su currículum venteño. El cordón umbilical de su toreo conecta directamente con el gen de Madrid.
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