Abogado de oficio
Alberto Aguilar corta una oreja con deslucido encierro
MARCO A. HIERRO,
Madrid
Se llama el letrado Alberto Aguilar,
y no es nuevo en este tribunal, que le aprecia y le estima pero también
le mide y le aprieta más que a otros en ocasiones. Lo que sí era nuevo
para la parroquia es esa cojera, casi imperceptible al que mira y no ve,
recuerdo de aquel toro de Cali el pasado diciembre. Se ha acostumbrado Alberto a su nueva pierna, o lo está haciendo. Y tiene oficio sobrado, valor a espuertas y coraje a raudales para ejercer de abogado.
A ese segundo, castaño él, apretado él,
amplio y badanudo, con poder y con riñones, le había visto la humillada
voluntad de coger las telas desde el suave lanceo que le ofreció a la
briosa llegada. Fue todo, porque la narrada entrega para sobar al penco
dejó al animal visto para sentencia y al abogado sin oficio para apelar
al tribunal.
Por eso se vio en la suya cuando el
toraco quinto, con sus pitones al viento, su acusada badana, sus casi
seis quintales y su cara de hombre para tomar en línea recta las verónicas que dibujó Aguilar mejor de lo que las tomó el bicho.
Toro de vibración, toro de moneda y de apuesta sincera, que no toro
bueno. Pero conquistó la plaza con su riñonuda pelea en el jaco, su
romaneo y su franca arrancada en la distancia a las chicuelinas del
quite. Iba a ser Aguilar el abogado de sus defectos, y
los tapó a la perfección; porque le tragó quina para apuntalarle la
intención, le construyó perdiendo un paso y le afianzó la escasa entrega
en un inicio clave para su posterior actuación.
Luego midió Alberto
cada cite, cada encuentro y cada embroque para ofrecer trao a media
altura, componer como si la tomase por abajo y vámonos, que ya te
exigiré en un rato. Lo hizo. Cuando enterró el talón para citar de
verdad a diestras, girar con levedad para quedar colocado y dejar la pañosa en el morro así se caigan los dioses del cielo.
Fue el oficio del abogado para hacer que pareciera bueno y hasta le
humillase templado en el hermoso final a dos manos. La estocada... de
ganar juicios. Por eso el tribunal se lo llevó de paseo con un despojo
en la mano. Era la oreja al toreo que alimentó el espíritu de la
persona. De Alberto, el abogado de oficio que hoy necesitaba un
espaldarazo en el turno.
También lo necesitaba un Sebastián Ritter
al que recibía el tribunal con el recelo aflorando. Sorprendió su
inclusión en el juicio del que se caía un herido. Y pudo estarlo también
el colombiano cuando le silbaron alrededor las guadañas del segundo,
muy a menos, pero toro a fin de cuentas. No luce Sebastián con el toro que no anda.
Su gran sentido del temple y su seco valor no se perciben en su justa
medida cuando no se respeta al animalito que tiene delante, pero los
tiene. Y ruza la línea de pasar fatigas con más facilidad que le pitan
los de siempre, los que le abroncaron sin medida después de despachar al
al exigente, correoso y remontón sexto. Cierto que perdió los papeles
una vez se tiró a matarlo, pero no lo es menos que se ensañó con él el
tribunal.
Pedro El Capea ya está
acostumbrado a que lo hagan. También está el charro en el turno de
oficio y tiene una virtud extraordinaria para pisar Madrid: ni siquiera suda para despachar a los toros,
lancea con soltura y ritmo con el capote y tiene sentido de la medida.
Después, con la muleta en la mano, le cuesta transmitir expresiones,
dulzificar los trazos y templar las imposiciones. Se le paró el
manejable primero por no conjugarle el pulso con la distancia. No le
caminó el cuarto lo que hubiera necesitado, y allí, con un toro delante y
la responsabilidad de Madrid, ni siquiera hizo un gesto al par de
graciosos contrahechos que se divirtieron increpándole todo el trasteo.
Luego lo contarán como hazaña en la taberna, porque se creen con derecho
después de haber pagado También pagaron los demás y también tienen
derecho a no escuchar sus estulticias.
Los demás, los del tribunal serio,
otorgaron su beneplácito al abogado de oficio, al letrado de corazón y
al magistrado de alma, que hoy se llevó una oreja de su plaza de Madrid. Porque no se hace el toreo, cuando se siente, con las piernas o las manos: se hace con el corazón.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid.
Feria de San Isidro, vigésimo tercera de abono. Dos tercios de entrada
en tarde nublada y fresca. Cinco toros de Montealto
(devuelto el primero por partirse un pitón; humillador y codicioso muy a
menos el segundo, aplaudido; devuelto por descoordinado el tercero;
noble y sin sustancia el soso sexto, que salió tercero al correr turno;
con movilidad y repetición sin clase el quinto) y dos (1º bis y 4º) de Julio de la Puerta, bien presentados pero de juego desigual, venidos a menos y desclasados en líneas generales. Un sobrero (sexto) de El Ventorrilo, reponedor y exigente con movilidad.
Pedro Gutiérrez "El Capea" (grana y oro): leves palmas tras aviso y silencio.
Alberto Aguilar (nazareno y oro): silencio y oreja.
Sebastián Ritter (sangre de toro y oro): silencio y pitos tras tres avisos.
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