En el cartel más ansiado de la feria, con la plaza
rebosante de expectación, toreó para él, disfrutó y también sufrió para
tirar hacia delante de un toro medio, y apto para el triunfo, de
Zalduendo, hierro que ganó por goleada a los desaboridos de El Pilar.
Morante se enfibró desde el saludo a la verónica y se recreó por
Chicuelo, con una media que la memoria guarda.
Había visto opciones a «Quisquillo» y brindó al público. Prometió la
faena desde el principio, con unos generosos ayudados por alto, cosidos
al toreo por bajo. Deslumbrante, como muchos de los pasajes de una obra
que fue una concatenación de las almas, de maestros de ayer y hoy.
Morante fusionado en el Morante más aplomado, con las zapatillas
hundidas en la Historia. A derechas e izquierdas hubo hondura, de
intensa eternidad. Fabulosos los pases de pecho, las trincheras, el molinete, el desplante a lo Romero.
De caro sello todo. De as del arte. Doliente y a placer. Todo natural y
fluido. Camino del éxito iba. Y llegó: no importó el pinchazo. Ahí
quedó una estampa de Morante de puntillero con torería. Se pidieron las
dos orejas, y en el último minuto cayó la segunda. De tantas emociones,
en lugar del moquero blanco, asomó un segundo pañuelo naranja.
Apoteósica la vuelta al ruedo del matador.
Tanta era la pasión con la que aguardaba Alicante al sevillano que en el anterior le jalearon hasta las inexistentes verónicas.
Para capote bueno con el estrecho pilarico, el de Carretero, perfecto
siempre. El sabor morantista surgió en los doblones iniciales y continuó
en algunos muletazos sueltos. Imposible cuajar faena con un «Dudeto»
asqueroso.
El de La Puebla se marchó a hombros en compañía de
Manzanares, que se hartó de torear y destorear, que de todo hubo, entre
el entusiasmo de sus paisanos. Le correspondió el mejor toro de la
primera parte, con el hierro de Zalduendo, en esta moda de las corridas
de dos divisas que más de uno prohibiría. «Titulado» fue un dechado de
movilidad y nobleza, de motor y ritmo. Vale que punteaba en el tramo
final, pero su lidiador hizo poco por corregir tal defecto. Compuso con estética, con más toreo hacia fuera que hacia dentro.
Temple y ligazón, sí, pero una primera figura no puede abusar de
descargar así la suerte. Cierto es que la faena creció desde una serie
al natural más reunida hasta la final a derechas. El alicantino se volcó
tanto en la estocada como el público con su labor, hasta el punto de
que sufrió una feísima cogida. El espadazo merecía ya el premio,
solicitado con frenesí: ¡dos orejas! En el último (de El Pilar), con
opciones, no ofreció su mejor imagen.
La triunfal tarde arrancó con malos augurios:
cuando apareció el primer toro nos frotamos los ojos pensando si la
corrida de rejones era ayer. Madre del verbo, ¡qué pitones! El
grandullón pilarico se sostenía menos que la derribada hoguera de La
Viña, que acaparó portadas locales. Finito de Córdoba se complicó entre cero y menos uno con la birria de enemigo,
en el que dictó la lección de «Así entra uno a matar sin exponer un
alamar». Finito tardó en ver al cuarto, que cuando lo provocó repitió en
jaleadas series.
Fenomenal con la zurda y en unos derechazos postreros,
muy de verdad. Se tiró a matar con fe y le recompensaron con un trofeo.
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