Sus seguidores se pegaban por las ciudades y los pueblos de
España; ellos dos tenían que disimular su amistad y el profundo respeto
que sentían por el otro, para no defraudarles. Eran opuestos – complementarios – dentro y fuera del ruedo.
José era la cumbre del clasicismo, el final – por desgracia – de la gran trayectoria de la lidia entendida como dominio de todos los toros y todas las suertes. Juan fue el gran revolucionario,
que abre el camino del toreo contemporáneo. Cada vez se advierte mejor
su sincronía con las grandes aportaciones de los movimientos estéticos
de vanguardia: en 1914, a la vez que él toma la alternativa, Stravinsky estrena con gran escándalo, en París, «La Consagración de la primavera», Picasso investiga el cubismo sintético y Marcel Proust
comienza a redactar «A la búsqueda del tiempo perdido». Es el signo de
los tiempos, que algunos artistas perciben de manera intuitiva.
¿En qué consiste larevolución belmontina?
Sencillamente, en dejar el toreo sobre las piernas, que hasta entonces
predominaba, y guiar al toro solamente con los brazos, dejando quietos
los pies. En no aceptar que haya terrenos del toro: todos son del
torero, si es capaz de meterse en ellos. En basar todo en el temple,
esa misteriosa capacidad para armonizar los movimientos de capote y
muleta a la velocidad de cada toro, haciéndola cada vez más lenta. En
bajar las manos, subrayando la dimensión estética del capote. En expresar con dramatismo
la sensibilidad del artista... Todo eso lo han seguido todos los
diestros posteriores a Belmonte y es la base de la Tauromaquia moderna.
¿Nacía esa nueva técnica de una limitación física? En parte, sí, pero sólo en parte. Además de conocedor del toro como ninguno, Joselito era un verdadero atleta,
poesía grades cualidades físicas; Belmonte, todo lo contrario. Cuenta
él mismo que, en una época, se sentía tan débil que no tenía fuerzas ni
para separarse de la barrera para
ir a buscar al toro: allí lo esperaba y, cuando le embestía, no tenía
fuerzas para moverse, tenía que librarse de la cogida con el juego de
brazos.
Espíritu de Triana
No es del todo cierto pero tampoco, pura fantasía. A eso hay que añadir el espíritu de Triana. Aunque Juan nació en la calle Feria, se sentía, desde su juventud, trianero, con la peculiaridad que eso supone: lo trágico frente a lo lírico;
lo dionisíaco frente a lo apolíneo... Esas dos caras de Jano que
definen, según Antonio Burgos, a la capital hispalense. Y, sobre todo,
la intuición de una nueva forma de torear: aunque, según él mismo dijo,
no se trataba de innovar nada, sino de restaurar las más viejas esencias.
Cuando comenzó, no poseía Belmonte la técnica necesaria
para llevar a la práctica sus sueños: le cogían demasiado los toros.
Dictamino El Guerra, el viejo Califa cordobés: «El que quiera verlo, que se dé prisa, antes de que lo mate un toro».
En cambio, Joselito era tan dominador que – se decía – sólo le podía
coger un toro si le tiraba un cuerno. Pero la vida es más imprevisible
que las más razonables explicaciones: a José lo mató un toro, en
Talavera; Juan puso fin a su viuda cuando estaba ya en lo que Jorge
Manrique llama «el arrabal de senectud».
Un genio en cualquier caso
A Joselito no le imaginamos fuera de los ruedos: era un
obseso del toreo, sólo vivía y valía para eso. Juan, en cambio, hubiera
sido también un genio en cualquier otra cosa que se hubiera propuesto.
Aunque no hubiera estudiado, era un hombre de múltiples inquietudes, de extraordinaria inteligencia natural.
En el libro de Chaves Nogales se cuenta cuando quería irse a África, a
cazar leones, o cómo, desde novillero, apilaba libros en su esportón.
Hubo temporadas en que leyó cerca de setenta libros, el mismo número de
corridas que toreó. Una tarde, cuando el mozo de espadas fue a vestirlo
para torear, le dijo que no iba a hacerlo porque necesitaba acabar una novela de Anatole France, y así lo hizo... No era una pose sino la expresión de una profunda inquietud personal.
Sus reflexiones sobre Tauromaquia poseen unaoriginalidad tan profunda
que todos las hemos repetido mil veces: se torea como se es, por una
fuerza espiritual, que la misma que nos lleva a enamorarse... No es
extraño que fascinara a los intelectuales: poseía lo que Bergamín llama
«percha literaria». Valle-Inclán y Pérez de Ayala
le organizaron un homenaje. Definió el primero que Juan, tan poco
atractivo físicamente, se transfiguraba, delante del toro, adquiría la
belleza de una estatua clásica.
Para el segundo, había realizado su sueño: convertir a la Tauromaquia
en una de las Bellas Artes, depurándola de toda violencia y crueldad...
Pata ayudarle, dictó a su amigo Chaves Nogales, que no era aficionado a los toros, uno de los más hermosos libros de toros: «Juan Belmonte, matador de toros».
Poco importa que, en él, como en la vida, la realidad se mezcle con los
sueños. Si Joselito – como él dijo – le ganó la partida en Talavera,
donde murió, Juan - lo ha dicho Antonio Burgos – le ganó a él gracias a Chaves Nogales: al apoyo de los escritores y artistas...
¿Por qué se suicidó Juan Belmonte? Nadie lo sabe con seguridad pero existen varias pistas. Desde joven, tenía obsesión por la muerte, llevaba consigo una pistolita. No se resignaba a la decadencia física (¿y sexual?). Temió que una hernia de hiato fuera una enfermedad más grave. Le impresionó micho ver a su gran amigo Julio Camba, en el Hospital, lleno de tubos: él no quería morir así...
Su último amor
El 8 de abril de 1962, a punto de cumplir los 70 años, por la mañana, visitó aEnriqueta, su último amor. (En las páginas de ABC he contado esa historia). Le dejó varios regalos:
un portacalcetines de oro, un bolígrafo para el frac, un sobre con
dinero y varias fotografías dedicadas: «Cuando yo me muera, si necesitas
dinero, véndeselas a una revista extranjera,
que las pagarán bien». Y, como tantas veces, en broma, ella le tiró una
zapatilla, pero él ya no pudo volver, otro día, para devolvérsela.
Esa tarde, recorrió a caballo su finca, acosó y derribó,
quiso encerrar en la placita de tientas a un semental. Lo cuenta su
amigo Andrés Martínez de León, en una carta que ha publicado Salvador
Balil: «¿Quiso despedirse de la vida enfrentándose a un toro de verdad? ¿Quería que el toro lo matara? Ya anocheciendo, casi a dos luces, en ‘la hora de Belmonte’, se encerró en su despacho, puso en marcha el ronroneo del pequeño motor que da luz al caserío y se pegó un tiro».
Así murió un genio. Y Gerardo Diego apostilló: «Apiádate, Señor, de Juan Belmonte».
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