Mérida de antaño |
Los
días 20, 21 y 22 de abril de 1858 se celebraron en Mérida las primeras corridas
de toros de las que se tenga cabal noticia. Antes las hubo y así consta en
distintos documentos. Pero, poco conocemos de las mismas: ignoramos el nombre
de quienes las organizaron y participaron en ellas. Es posible que algún
archivo público o algún viejo baúl guarden manuscritos o impresos que nos digan
algo más que una fecha. En un apunte del 20 de septiembre de 1793 Antonio
Ignacio Rodríguez Picón anotó: “.. fui a los toros de El Llano” . Y recordando
un suceso de 1877, afirmaba Tulio Febres Cordero: “Sin fiestas no había toros.
Es la diversión favorita de la masa del pueblo. La gente de los contornos
acudía por oleadas” (Memorias de un
muchacho). La fiesta de toros era, pues, conocida en Mérida, desde muy
antiguo.
Asegura
Álvaro Parra Dávila (200 años de la
fiesta de toros en Mérida) haber leído una “vieja crónica” en la cual se
relata lo acontecido en la ciudad durante una capea de toros organizada en 1666. En aquella lejana fecha el Gobernador de la
Provincia Miguel de Ursúa y Arismendi, de la Orden de Calatrava y Conde de
Gerena, para dar cumplimiento a una Real Cédula de 1662, ordenó celebrar el
nacimiento del Príncipe Carlos José con misas, dos corridas de toros, peleas de
gallos y comidas populares. Lamentablemente, el mayor cronista taurino de la
ciudad no señaló la fuente consultada ni su ubicación. En todo caso, debe
aclararse que Ursúa y Arismendi sirvió como Gobernador interino desde el abril
de 1663 (término de Tomas de Torres y Ayala) hasta finales de 1664 (cuando se
encargó Gabriel Guerrero y Sandoval).
El
mismo Parra Dávila nos informa con más precisión de las tres capeas de toros
celebradas en honor de Nuestra Señora de la Candelaria en febrero de 1797, por
disposición del Teniente Justicia Mayor Antonio Ignacio Rodríguez Picón. Contó
el gobernante con el apoyo del Vicario Capitular, Francisco Javier de
Irastorza. Se toma esa fecha como la inicial de la tradición taurina de Mérida,
que viene de la época colonial.
La
falta de datos precisos referidos a la primera parte del siglo XIX se debe, en
parte, a que no existía imprenta en Mérida por entonces. Y por tanto no se
publicaron los programas de las fiestas que ya se celebraban. Aunque la primera
litografía se fundó en 1840 y la primera imprenta se trajo en 1845, no se
conoce ninguna hoja salida de esos talleres sobre la fiesta de los toros. Ha
llegado hasta nosotros una –muy hermosa – publicada el 12 de abril de 1858 en
la Imprenta de la “Gran Convención” por Juan de Dios Picón Grillet (1836 –
1889). Dos años antes, este comerciante había adquirido y dado su nombre a la
segunda imprenta, introducida en 1853, y la había enriquecido mucho en tipos y grabados y adornos que el
mismo fabricaba. Entre las más interesantes de sus publicaciones figura el
programa de las Fiestas Populares en
celebración del triunfo espléndido de la santa causa de la libertad, tal
vez el primero de su tipo en Mérida y en la región andina. En formato de 44,5
cms. por 34 cms. el programa aparece dentro de un recuadro decorativo que en la
parte superior tiene una viñeta: sobre un fondo de paisajes marinos, dos
mujeres (la justicia y la libertad) rodean un óvalo, con un faro en su
interior, que sostiene un mundo coronado por un águila.
Puede
decirse que se trata del primer cartel de toros de Mérida. Invita para las
corridas que habrían de celebrarse en la ciudad con motivo del triunfo de la
revolución que días antes puso fin al gobierno de J. T. Monagas que amenazaba
la libertad. “El pueblo de Mérida, que se ha distinguido siempre por su amor a
la causa de la libertad y que desde el glorioso 19 de abril viene dando
testimonio de su patriotismo acrisolado, no dejará pasar esta oportunidad sin ostentar su entusiasmo por el triunfo
espléndido”. Y nombra los ciudadanos que participarían en la fiesta.
La
celebración del triunfo de la santa causa:
Eran
los merideños contrarios al Gral. José Tadeo Monagas (Presidente de Venezuela
de 1847 a 1851 y de 1855 a 1858). Se habían opuesto a su gobierno desde que el
24 de enero de 1848 permitió el asalto al Congreso. Entonces el Obispo Juan
Hilario Bosset había levantado su voz de protesta, por lo que fue expulsado del
país. Habían apoyado el alzamiento del Gral. José Antonio Páez (1848-1849), de
quien habían sido siempre partidarios, y lamentaban su prisión y exilio. En la
Universidad se recordaba la retención de las asignaciones presupuestarias y la
prohibición de construir sede propia. Y, para agravar más las cosas, algunos de
los gobernadores enviados a Mérida por Monagas habían tenido enfrentamientos
con algunos de los vecinos más importantes.
En
1857 el Presidente Monagas, con el propósito de perpetuarse en el poder, hizo promulgar
una nueva constitución que prolongaba el mandato y permitía la reelección inmediata.
También reducía la autonomía de las provincias y eliminaba la participación de
su órgano legislativo en la elección de sus gobernadores. La reforma despertó
la oposición de sectores liberales que se unieron a los conservadores que desde
antes conspiraban para derrocar al
gobierno. Poco a poco, sumaron apoyos. El
4 de marzo de 1858 se inició en Valencia una revolución (incruenta), encabezaba
por el gobernador Gral. Julíán Castro, a
la que de inmediato adhirieron otras regiones. El 14 del mismo mes el
Presidente Monagas, abandonado por sus amigos liberales, presentó su renuncia y se asiló con su familia en la
Legación de Francia. Castro entró en Caracas el día 18 y de inmediato asumió el
poder con la consigna “unión de los partidos y olvido de lo pasado”. Constituyó
un gabinete de unidad y aceptó convocar una gran convención nacional para
elaborar un nuevo pacto constitucional (lo que efectivamente hizo por decreto
del 19 de abril siguiente).
La
notica de los sucesos, en los cuales tuvo participación decisiva el Gral. Justo
Briceño, llegó a Mérida una semana después, la noche del miércoles 24.
Estallaron manifestaciones de alegría. Muy temprano, el 25 reunidos los notables en
la casa de la Sra. Paz Paredes dispusieron la constitución de un Gobierno Provisional,
integrado por los Dres. Eusebio Baptista y Miguel Nicandro Guerrero y el Sr. Francisco
Jugo. Días después fue designado
Guerrero como Jefe Civil y Militar. Lo sustituyó a mediados de abril el Dr.
Eloy Paredes, quien ejerció como Gobernador por unos meses. Acordaron algo más
los notables: organizar grandes festejos para celebrar el triunfo de la “santa
causa” de la libertad. Y resolvieron invitar a contribuir “con su concurrencia
a la solemnización” de las fiestas “a los pueblos limítrofes de Mérida en los
cuales abunda el patriotismo y decisión”.
Sin
embargo, las fiestas debían necesariamente postergarse para después de la
Semana Santa, que aquel año caía del viernes 26 de marzo (viernes de pasión) al
domingo 4 de abril (pascua de resurrección). Por eso, se fijaron para los días
18 al 22 de abril, lo que por demás hacía que coincidieran con el aniversario
de la Revolución del 19 de abril de 1810. El programa contemplaba dos partes:
una de actos oficiales y otra de tres días de fiestas de toros, muy populares
entonces.
Las
grandes fiestas cívicas de abril.
De
acuerdo a lo previsto el domingo18 de abril, a las doce del día, se publicó con
toda solemnidad el programa con una alocución del jefe civil y militar. Entusiasmó a la multitud M.N. Guerrero, de los
mejores oradores políticos de la República en su historia. Se equivocó, no
obstante, el hijo del valiente general y prócer Miguel Guerrero: la libertad no
había triunfado en forma definitiva. Al terminar sus palabras, todos los vecinos
advertidos con las detonaciones de costumbre, se dispusieron a izar la bandera
nacional en sus casas.
Por
la noche, se iluminaron los frentes de sus casas. Y a las 8 se reunieron los vecinos en la plaza mayor, rebautizada como
“de la Convención” (nombre que mantuvo por un año) para presenciar la explosión
de juegos artificiales. Estos tuvieron
como “capitanes” a los más ricos comerciantes: Urdaneta y Fernández, Juan
Agostini, Anselmi y Carnevali, F. de P. Calderón, Florencio Monreal, Duplat y
Arria, Antonio Carnevali, Ascención Uzcátegui, José del Carmen Uzcátegui,
Trinidad Escalante, Jugo Hermanos y Venancio Ruiz.
Luego
se dio comienzo a una gran parranda, capitaneada por conspicuos ciudadanos: Eloy Febres Cordero, Benigno Cano,
Maestro Miguel M. Candales, José Francisco Jiménez, Rafael Salas, Augusto Carnevali,
Mazzei y Anselmi, Joaquín e Ignacio Jiménez.
La música (para los tres actos de aquel día) fue costeada por Marcelo Antonio
y Luis Gil, Jacinto Torres, Lorenzo Acero, Miguel Chipía, Tiburcio y Dolores
Plaza, Manuel Jugo hijo, Juan de Dios Trejo y Lorenzo Montilla.
Al
día siguiente tuvo lugar la conmemoración del 19 de abril. A las 9 de la mañana
se ofició misa solemne con Te Deum en el templo que servía de catedral (para,
entonces de Santo Domingo). Predicó el “patriota y acreditado orador” Tomás
Zerpa, sacerdote tenido por santo y sabio (renunció a la mitra cuando fue
preconizado en 1876). Al oficio religioso concurrieron “en cuerpo” todas las
autoridades de la ciudad. Por la noche del mismo día se elevó un globo que construyeron y
costearon Froilán Anzola, Ricardo Pacheco, Antonio Y. Picón, Manuel Perich,
Virginio Rosales, Rodrigo Chacón y Francisco Manrique. La elevación de globos
era uno de los grandes espectáculos de la época. Desde que Joseph y Jacques
Montgolfier (4 de junio de 1783) hicieron que se elevara uno de tela y papel
por el cielo de Paris, miles de personas se reunían para presenciar el increíble
vuelo del ingenioso artefacto que se repetía por todo el mundo. En Venezuela
tuvo lugar una primera exhibición ya en enero de 1785. Y en Mérida, debió
ocurrir no mucho tiempo después. Todavía hoy acompaña muchas de las
festividades populares (especialmente las de navidad).
Las
fiestas entusiasmaron a los habitantes de la ciudad y reavivaron su espíritu
patriótico. Serían las últimas antes de la primera de las grandes guerras
civiles (aunque ya se habían producido varias revoluciones y alzamientos
menores) que ensangrentaron y destruyeron el país. Todos parecían animados por
el deseo de la unidad nacional y por la aspiración del progreso material. Era
pequeña la población de la ciudad. Aunque ya era superior a la de los años
finales de la época colonial, no se había repuesto de los daños que le causaran el terremoto de 1810 y la
guerra de independencia. El Censo de 1856 registró 9.664 habitantes, distribuidos
así: en el área urbana 4.754 (49,2%) y en el área rural 4.910 (50,8%). Dentro
del perímetro urbano la mayor parte se
concentraba en el centro y hacia el norte: 2.138 en la parroquia Sagrario,
1.904 en la de Milla y 722 en la del Llano. Los campesinos de las aldeas
cercanas (La Otra Banda, Santa Bárbara, San Jacinto y Chama, entre otras) se
dedicaban al cultivo del café y frutos tradicionales. Venían a la ciudad los
domingos para los oficios religiosos y los lunes para vender sus productos en
el mercado que tenía lugar en la plaza mayor. Pero, según testigos de la época,
eran muy aficionados a las fiestas de los toros, a las cuales concurrían en
masa.
Plaza Mayor de Mérida |
Los toros en la Plaza
Mayor:
Por
aquel tiempo las corridas tenían lugar en la plaza mayor, ante la fachada de la
catedral, entonces en construcción (fue consagrada por el Obispo Bosset en
1868). Ocasionalmente se escenificaban
en algún lugar del Llano Grande o, según testimonio de gentes del lugar, en la
calle de Lora, cuadras abajo detrás de la iglesia del Llano. La plaza principal
era, pues, atrio religioso, lugar de reunión, sitio de mercado y circo de
toros. En tiempos antiguos allí también se cumplían las ejecuciones de reos. Y
en tiempos revueltos sirvió de campo de acantonamientos de tropas (como ocurrió
todavía en 1899). Los festejos taurinos se realizaron en ese sitio hasta que la
plaza, que se dedicó a Simón Bolívar en 1883, se embelleció con obras internas.
“La
plaza mayor de Mérida – recordaba Tulio Febres Cordero – desde los tiempos
coloniales, era circo obligado para el juego de toros. En efecto, se cercaba en
contorno con una fuerte barrera de varas horizontales, liadas con bejucos a
otros maderos clavados en tierra de trecho en trecho. Apoyados en esta
empalizada, se construían del lado fuera los tablados o palquetes cubiertos con
lonas y adornados con telas de colores, lo que daba a la plaza un aspecto original
y pintoresco”. Circos como éste se montaban en los pueblos andinos –como en
Tovar – hasta la aparición de las llamadas “plazas portátiles” (en fecha
reciente).
“El
toril (que no era más que un corral) se construía indefectiblemente en la
esquina donde entonces existía la Casa Cural del Sagrario”, donde ahora se
levanta el Palacio Arzobispal. Es de hacer notar que desde allí hacia abajo la
calle de Bolívar (4ª) apenas si estaba marcada, pero no tenía construcciones a los
lados. Los solares estaban aún vacíos. Más bien las casas se extendían 10
cuadras hacia arriba, hasta la calle de Colón (1ª). La ciudad era pequeña y
quedó admirablemente dibujada en el plano topográfico que levantó el ingeniero
(y también médico cirujano) Gregorio F.
Méndez por orden de la Diputación Provincial en marzo de 1856.
De
acuerdo a aquel plano, impreso en los talleres de Lessmann y Lawe de Caracas, la
ciudad estaba asentada sobre “una hermosa mesa aislada por tres ríos”, que “se
une hacia el N. a una alta serranía, de la cual es un declive de doble
pendiente muy pronunciada hacia el S. y suave hacia el SO”. Tenía 8 calles de
NE a SO (longitudinales) y 23 calles de NO a SE (transversales). La mayoría de
las casas se alineaban a lo largo de las calles de Lora (2ª), de la
Independencia (3ª), de Bolívar (4ª) y de la Unión (5ª) y de las calles
transversales de Rivas Dávila (5ª) hasta la de Campo Elías (14ª). A partir de
esta última, solo las dos primeras calles longitudinales nombradas se extendían
por unas cinco cuadras hacia abajo.
Aquel
pequeño y aislado poblado, más bien pobre, tenía pretensiones de ciudad.
Durante la colonia fue capital de provincia desde 1622 hasta 1681 (cuando la
sede de la gobernación se trasladó a Maracaibo).Y lo volvió a ser desde el 16
de septiembre de 1810 cuando declaró su adhesión a la revolución de Caracas y
su separación de Maracaibo, que permaneció leal al Rey. Fue sede de extenso
Obispado desde 1778. Tuvo Colegio, el primero de Venezuela, de 1628 hasta 1767
y Seminario desde 1785. Ese instituto, que recibió autorización para expedir
grados, recibió título de Universidad en
1810. No debe extrañar, pues, que los eventos que se realizaban en la ciudad,
estuviesen revestidos de formalidad, aún aquellos que aparecían como fiestas o
juegos populares.
Las
fiestas taurinas de 1858:
El
programa de fiestas fijo tres días de toros. Comenzaron el martes 20 de abril. Ese
día fueron capitanes de la corrida: Manuel Torres, Tiberio Salas, Félix
Fonseca, Pedro María Arellano, Juan Antonio Rodríguez, José Aniceto Ochoa,
Francisco Herrera, Juan O. Molina, Comandante José María Balza, Bartolo Torres,
Antonio Trejo, Dr. Cruz Dugarte, Fermín Quintero y Francisco Marcial Salas. Y como se ofreció refresco, se encargaron de
servirlo y costearlo: los sres. Hernández y Godoy, Dr. Gabriel Briceño, Gabriel
Picón, Dr. Foción Febres Cordero, Dr. Francisco Jugo y José María Baptista.
El
miércoles 21 de abril fueron capitanes de la corrida Domingo Chipia, Antonio
Agostini, Ricardo Fonseca, Pascual Ignacio Araque, Jesús Uzcátegui Molina, Juan
de D. Uzcátegui, Froilán Gabaldón, Pedro Trejo Benítez, Francisco Lima, Leopoldo
Torres, Mariano Dávila y Nicolás Rodríguez. Y para servir el refresco se señaló
a Manuel Gaibis, Dr. Eusebio Baptista, Antonio Rangel, Mariano Gabaldón, Juan
de D. Ruiz y Rafael Julián Castillo.
Por
último, el jueves 22 de abril los toros estuvieron presididos por los señores
Antonio Osuna, Domingo Trejo, Dr. Pedro Juan Arellano, Sr. Manuel Salas,
Francisco Mateus, Pablo María Celis, Dr.Juan José C. Jiménez, Salomón Briceño,
Rafael Albornoz, Miguel Tovar, Dr. Rafael Alvarado, Francisco Ramírez, y Luis
Salas. En tanto que el refresco se confió a: Dr. Mariano Uzcátegui, Maestro
Juan de Dios Picón, José V. Nucete, Ldo. Pedro de J. Godoy, Genarino Uzcátegui,
José M. Pino Cueva y Miguel Ramírez.
¿Quienes
eran estos capitanes de las corridas? Eran los encargados de organizar y costear
los festejos (cuando no se designaba a otros para hacerlo). Y de dirigir las
corridas. Una crónica de José Ignacio Lares (La corrida de toros en el centenario de Sucre. 1895) explica bien
su actividad, que se disputaban los hombres de la pequeña urbe. “Alcanzar el grado de capitán … quiere decir
que los gastos todos de la lidia corren por cuenta del grupo. Y no son buenos
capitanes sino aquellos que despliegan mayor magnificencia en la corrida”. Sin
embargo, el mismo autor aclara: “Es costumbre de antaño establecida que los
boyeros (ganaderos) de los campos cercanos a la ciudad construyan a su costa el
encierro de la plaza”. Para poder cumplir con sus funciones, eran buenos
jinetes, como todos los caballeros distinguidos
de la época Los capitanes organizaban
y dirigían el paseo. E iniciaban y ordenaban la lidia, lo que hacían a caballo.
Casi todos ellos intervenían en la corrida, persiguiendo a los animales y
algunos se atrevían a jugar con ellos, como los toreros.
La
fiesta comenzaba por la mañana, con el encierro de los toros. Lo describe así
Tulio Febres Cordero: “Precedía siempre a la corrida numerosa cabalgata o gran
paseo de los toros por las calles principales, acto en que lucían sus encantos
y dotes tradicionales de equitación crecido numero de damas, ataviadas con
mucho lujo. Era una espléndida cabalgata que terminaba con el encierro de los
toros en el toril. ..”. Conforme a una descripción de finales del siglo, el
paseo subía por la calle de la Independencia hasta encontrar la de Ricaurte (2ª)
donde cruzaba para bajar por la de Bolívar hasta la plaza principal.
A
jugar por la narración de aquel cronista, no eran de mucha bravura los
animales, criados en los potreros de las cercanías (La Otra Banda. Llano Grande
o San Jacinto): “Diestros ganaderos marchaban siempre junto a los toros, a fin
de evitar que se desgaritase alguno en las bocacalles, lo que solía ocurrir
cuando los bichos iban demasiado inquietos en medio de tanto ruido de pólvora, música,
golpes de casquillos y rechinar de arneses. Casi siempre pugnaban en cada esquina
por abrir brecha en el tumulto para recuperar su peligrosa libertad”
Después
del encierro se bridaba. El grupo se trasladaba a la casa de uno de los
encargados de ofrecer “el refresco”. Como concurría mucha gente, cada día se
designaban varias personas pudientes para brindarlo. Se esmeraban los designados,
especialmente con el obsequio que se ofrecía a las damas. Luego se pasaba a la
plaza para presenciar el espectáculo, el cual comenzaba a las tres en punto de la tarde.
Pepe Hillo según Goya |
Las corridas:
Es
poco probable que la transformación del toreo que se produjo a finales del
siglo XVIII por obra de Francisco Romero (1700-1763), Costillares (1743-1800) y
Pepe-Hillo (1754-1801) se conociese en América para el momento de la
independencia, aunque el famoso texto del Illo que la mostraba (La Tauromaquia o arte del toreo)
apareció en Cádiz en 1796. Tal vez, en las capitales virreinales: México y Lima;
pero, no en los centros políticos más pequeños, como Caracas y mucho menos en
los pueblos más alejados, como Mérida. Por lo demás, aquellos fueron años de
gran agitación en los que las gentes se
interesaban más por otras novedades. Por eso, debemos suponer que los juegos de
toros que ya se celebraban en nuestra tierra se hacían como en España antes de
los cambios mencionados.
Luego
de la guerra de independencia, tardó mucho tiempo en restablecerse la relación
con la península. Allá el toreo había seguido evolucionando hasta adquirir las
características que tiene hoy. Después de 1830 Paquiro (1805-1851), Cúchares
(1818-1868), Lagartijo (1841-1900) y Frascuelo (1842-1898) le dieron forma
definitiva. De ello todavía no se tenía conocimiento en Mérida (aunque algún
viajero decía haber leído la Tauromaquia
completa del primero, publicada en Madrid en 1836). Así, en la ciudad de la
sierra nevada los juegos que se celebraban a mediados de aquella centuria eran
todavía a la usanza del siglo XVIII: en la transición del toreo a caballo al
toreo a pie. En efecto, por las páginas de T. Febres Cordero y J. I. Lares sabemos
que los participantes actuaban tanto a caballo como a pie, con varios de ellos en
el circo frente al toro. No acataban órdenes ni conocían reglas. Por supuesto, la
fiesta no seguía la estructura en tercios que ya se conocía en los ruedos
hispanos (y que aún se mantiene).
Más
que una corrida era un juego de toros. Y con seguridad más influido por el toreo
de la escuela sevillana que por el del ámbito vasco-navarro. Aquella pretendía
el lucimiento del torero frente al toro, lo que conseguía con la capa que aún
no tenía la forma actual. Le servía para obtener toda suerte de lances y
filigranas y en última instancia el engaño del toro. Es justo lo que lograba
Pepe-Hillo tal como lo muestra F. de Goya en estupendo grabado de la serie La Tauromaquia. El otro se basaba en el dominio
del toro gracias a la habilidad, agilidad y temeridad del hombre, mediante saltos,
recortes, banderillas. Recordaba a la taurocatapsia
de Cnossos, en la Creta minoica. También Goya nos dejó en la misma serie varias
escenas, como la del salto de garrocha que dicen vio ejecutar a Juanito Apiñani
en la plaza de Madrid. Ese modo, el del inigualable Martincho (1708 – 1772),
perdura en la suerte de banderillas que permite el mayor lucimiento del cuerpo,
suerte de ballet ante el animal.
Podemos
reconstruir alguno de aquellos eventos por las crónicas de la época. Llegados
los capitanes a la plaza comenzaba la música que ejecutaban bandas instaladas
en alguno de los edificios cercanos (en la casa municipal desde 1883). Dada la
orden, se soltaba el toro que solía correr en busca del simulacro de madera y
tela montado en el centro del circo. Cuando lo destruía, una veintena de
jinetes salía tras el bicho, unos para herirlo con picas y otros para tratar de
derribarlo por la cola. Pocas veces tenían suerte, pues no era mucha su
práctica. Luego de unas cuantas vueltas se detenía el animal. Entonces, algunos
improvisados toreros se le acercaban con mantas para sacarle algunos lances. Advertido
de pronto de la presencia de grupos de a pie, el toro partía contra ellos y con
frecuencia agarraba a alguno que no alcanzaba la barrera, aunque sin causarle
mayores daños.
Intervenían
los jinetes y se acercaban al animal los más audaces de a pie. Se repetía el
mismo juego. En ocasiones, como consta en varias hojas sueltas se ejecutaban
otras suertes, más propias del toreo navarro, como el gran salto de garrocha, los
saltos por delante, los cambios a cuerpo limpio, el toreo por detrás y sobre
todo, las banderillas: al quiebro, al tope carnero, al cuarteo. No terminaba la
brega con la muerte del toro (lo que no ocurrió hasta 1893). Cansado el animal
lo dejaban tranquilo jinetes e improvisados toreros y se lo llevaban los
encargados de hacerlo para abrir las puertas del toril a uno que esperaban
tuviera más fuerza y bríos.
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