Gritos de «¡viva el Rey!» cuando Don Juan Carlos apareció por la bocana del «2» para ocupar una barrera. El Himno Nacional se mezclaba con las ovaciones y
los flashes resplandecían entre el agradecimiento de la afición por su
mayúsculo respaldo a la Tauromaquia. Acompañado por la presidenta de
Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal, y el torero Andrés
Hernando, Su Majestad aguantó bajo la lluvia y no se movió de su
localidad, mientras los tendidos parecían las escaleras del Metro en
hora punta, con un trasiego de gente que buscaba el refugio de la grada.
El discurso de Don Juan Carlos en la entrega del Premio Taurino de ABC se hacía carne: «Podéis seguir contando con mi afición y mi apoyo a la Fiesta». «Gracias, Majestad», rezaba el brindis de la terna.
El primero que recibió fue el de Enrique Ponce, rey de la
elegancia. El maestro valenciano principió con suavidad la faena, todo a
media altura, para encadenar unos redondos tan lentos que aún siguen.
Consiguió mantener en pie a un novillote con menos resistencia que una
torre de mantequilla en el desierto. Dos rondas maravillaron pero el
torito se pegó un volatín... Ponce se adornó entonces con variedad y prestancia hasta enviarlo al país de los flojos de pinchazo y estocada.
El más alto cuarto era otro inválido que solo el enfermero de Chiva pudo sostener. A cuentagotas, claro. ¡Vaya porquería de lote! Ponce,
con una afición para hacer un escalafón y una inteligencia superior,
dibujó derechazos de desmayo y unos naturales a cámara lenta de primor,
con unos torerísimos cambios de mano. Increíble pero cierto: el doctor
Enrique construyó una obra que parecía imposible. El milagro de hacer embestir a esa birria ante los ojos del Rey padre.
Las poncinas causaron furor y alargaron una labor en la que sonó el
aviso antes de agarrar la espada. No le importó al matador, que abrochó
con parsimonia a dos manos. Oreja de mérito bajo el agua, que no dio
tregua.
Morante quiso estirarse a la verónica con un toro que se
quedaba corto, pero con el que se recreó en un par de lances y una media
marca «La Puebla». Tras la dedicatoria sonriente a Don Juan Carlos, el sevillano comenzó por alto su descalza faena,
despojado de las zapatillas y con remates de torería antigua solo al
alcance de su muleta. Embarcó la mediocre embestida en notables
derechazos cerrados en la cadera. Y los naturales de la manera más pura,
con naturalidad, con esa sencillez innata, sin ser faena redonda ni
honda. No había material para ello. Si no pincha, le piden la oreja...
Pero pinchó y la cosa quedó en silencio. Si se la cortó al más
aparentito quinto: iba y venía, pero se sostenía con alfileres, como
toda la corridita de Zalduendo -tan falta de fuerza y casta, tan justa
de todo en general pese a su nobleza-, propiedad del magnate mexicano
Alberto Baillères. El genio de la FIT anduvo muy por encima del toro de
la FIT, queriendo y regustándose en muletazos de clase. Con la miel en
los labios se quedó el personal, que no llenó la plaza pese al reclamo
de tres figuras en el L aniversario de La Muralla.
El tercero fue el de más lucida apariencia de la primera
parte. Y con muchas más cualidades de triunfo que sus dos hermanos.
Manzanares, con su vestido de luto en memoria del padre, toreó sin
torear. Ni halló el ritmo ni el acople, como si se hubiera esfumado
incluso esa manera de componer tan suya. Ni bonita fue la hora final,
pero la media estocada tuvo efecto y le concedieron una oreja de pueblo.
El sexto se movió con su raza geniuda, y el alicantino trazó alguna
serie potable, pero sin acabar de encontrarse. La fulminante media le
puso en sus manos otro trofeo y una puerta grande de risa.
La mayor ovación fue para Don Juan Carlos, que presenció el milagro de una real faena de Ponce en esta tradicional y lluviosa Corrida de Primavera. «¡Viva el Rey!», exclamaban a su salida. Gracias, Majestad.
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