Los cánticos se tornaron en bronca cuando apareció el
primero de La Palmosilla, que lidió un encierro pobre de todo, de
pitones, de casta y de fuerza. Solo los kilos compensaban sus justas
caras (ojo, no menores que las de los bañuelos). Este «Conde» ya acusó
su falta de fortaleza en los lances de recibo, prendidos a chicuelinas y
una larga. A la salida de varas se arrodilló como un penitente. Y en
banderillas directamente se echó la siesta... Al segundo muletazo volvió
a derrumbarse. Lo probó Morante y a por la espada. El siguiente, por favor...
El segundo enseñó una embestida aleonada en las verónicas de bienvenida, donde Perera
ganó terreno hasta llevarlo a los medios para trazar unas reunidas
chicuelinas. Más ceñidas aún en el quite, conjuntado con jaleadas
altaneras. Explosión con los pases del péndulo en el mismísimo platillo:
no uno ni dos. No uno, ni dos: tres de una tacada, rematados con el de
pecho. El toro se movía con nobleza por ambos pitones, que el extremeño
intercaló con inteligencia. Cuando veía que aquello se aplanaba cambió
de mano y elevó la temperatura con un circular invertido. Gotearon
naturales de exquisito temple pero la cosa apenas trascendía, por lo que
se metió en el terreno del animal en un arrimón en el que jugueteó a su
antojo con «Manchego». El acero le privó de un premio seguro.
Como otrora aquella tarde maestrante y abrileña, Cayetano
se dirigió a la puerta de chiqueros. A portagayola recibió al tercero.
Brindó al público y principió con ayudados por alto con su personal
solemnidad. El toro punteaba los engaños y era imposible la limpieza.
Para colmo, se quedaba corto. Qué cosita más descastada. El artista dinástico esbozó
algún zurdazo meritorio, sacó su raza en muletazos de frente y a pies
juntos mirando al tendido. Abrochó con ayudados y el de la firma antes
del espadazo, que se cayó... El usía no consideró suficiente la pañolada
y todo quedó en saludos.
La segunda parte,
tras la merendola, no pudo comenzar peor: el cuarto se despeñó en varas
y asomó el pañuelo verde; perdón, pistacho era... El sobrero, de la
ganadería titular, se desmoronó aún más y al matador le agradó todavía
menos. La plaza se encabritó y pidió la devolución, incluso Morante la
quería. Nada hizo en la muleta y agarró pronto el acero. La bronca de
decepción espantó hasta a los patos del Arlanzón. Mi amigo Juan Pablo,
que había pagado 97 euros por semejante espectáculo, se miraba el
bolsillo: «Qué robo, qué robo...»
El quinto se pegó medio volatín en el saludo y en las
banderillas echó cuerpo a tierra sus 590 kilos.
Luego, en la muleta, dio
más besos a la arena que un enamorado. ¿Qué hizo un lidiador tan
poderoso como Perera? ¡Pues matarlo! La pitada en el arrastre fue
monumental.
Faltaba el sexto. No queríamos perder la ilusión de que «Pancho» y Cayetano,
que ya había dejado detalles de esperanza en el anterior, endulzarían
algo la tarde. «¿Tú sueñas?», me preguntaron. Esta vez el primero en
plantarse de hinojos no fue el toro, sino el torero: Cayetano, dueño de
un don especial, lo saludó con bonitos lances rodilla en tierra. Sentado
en el estribo prologó la obra, rematada con su torería. Un susto se
llevó cuando lo conducía a los medios. Enrabietado, se descalzó. Voló
naturales con su aquel y sacó más casta que el potable toro, que quería
pero apenas podía -tónica del conjunto-. Todo lo hizo Cayetano, que
gustó y desperezó emociones: muletazos rodilla en tierra, desplantes
entre la algarabía... Torero y ambicioso, con su sello Rivera y Ordóñez. Una bendición en medio del desastre ganadero del 29.
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