Casi se llena la Plaza cuando llegan las figuras. Y, con ellos, los toros de Juan Pedro Domecq:
nobles, manejables, bondadosos pero carentes de la mínima fuerza
imprescindible para que una lidia suscite emoción. Un toro que no tiene
fuerza no es apto para la lidia, sencillamente. ¿Por qué el presidente
no ha sacado ni una vez el pañuelo verde? Como decían en los antiguos
folletines: «¡Misterio!» Claro que, si empieza a sacarlo, ¿cuándo
hubiera parado?...
Alcanza Enrique Ponce
su actuación número 60 en Bilbao, a distancia de todos los demás. Es el
«mimado» de este público, como lo fueron Ordóñez y Camino. Con 25 años
de matador a sus espaldas, vuelve a Bilbao a dos corridas, alternando
con las máximas figuras: el primer día, los «artistas», Morante y
Manzanares; el segundo, los «poderosos», El Juli y Perera. No se ha
aliviado, como podría.
El primero, un espectacular jabonero de 580 kilos, flaquea
de salida, parece sujeto con alfileres. Ponce es maestro en evitar que
caiga. La emoción es muy difícil pero
un precioso cambio de manos y unos derechazos a cámara lenta levantan
un clamor. Es difícil torear con más armonía... si hubiera más toro.
Enrique mata mal. También flojea el cuarto, de salida: se cae de lado,
él solo, como lo que es, un inválido. ¿Por qué no lo devuelven? No lo
entiendo. La bronca es gorda y justa. ¿Cabe hacer faena lucida a «esto»?
Por muy «enfermero» que sea Ponce, no es capaz del milagro de sanar a
un tullido. Es un torero, no un santo milagrero. Mata a la segunda y la
bronca se dirige al toro y al palco presidencial.
También flaquea el segundo pero prende a Lili en
el tercer par. En la muleta, queda corto, saca genio. Morante traza un
par de pinceladas, desiste. El toro se pone difícil para entrar a matar:
mitin con la espada y bronca. Rueda por la arena el quinto,
claudicante: no le permite a Morante ni un lance. Con la muleta, prueba,
tantea, machetea, renuncia. Y mata con precauciones, a la cuarta. Lo
decía Rafael el Gallo: «Las broncas se las lleva el viento; las
cornadas, yo». Morante es de la misma opinión.
Manzanares recibe con buenas verónicas al tercero, también flojo. Muy bien en banderillas Curro Javier,
que saluda. El diestro muletea con suavidad y empaque a un toro
manejable, que flaquea y no «dice» nada. Falla con la espada, entrando
de lejísimos, como suele. El sexto rueda al final de los lances de
recibo, sale de las varas simbólicas con un trote cansino. Manzanares le
da sitio y pausas, traza elegantes muletazos a un toro de dulce, con
las fuerzas justas. Una faena estética,
prolongando las suaves embestidas con la natural elegancia del diestro,
que disimula las carencias del toro. El público, que ha pagado no poco
por la entrada, por fin se siente justificado. Esta vez sí acierta con
el estoconazo: oreja.
Ese final no debe enmascarar la ruina de la tarde. Me
sirven, adaptándolos, los versos de Góngora: «Son esos toros, que,
precipitantes / ha tiempo que se están viniendo abajo». ¿Ésta es la
Fiesta que queremos? Algunos aficionados, no, espero.
Postdata. Vuelvan
o no los toros a Cataluña, esta región española va a poder presumir de
ser uno de los centros del toreo. El consejero de Justicia del señor Mas
propone conceder la nacionalidad catalana a los valencianos: junto a
Serafín Marín, podrán ser toreros «catalanes» Enrique Ponce, Manzanares,
Varea, muchos más; y, a través de Isidro Prieto, los toros del Conde de
la Corte... Ni Mario Cabré ni Joaquín Bernadó hubieran podido
imaginarlo. Si los interesados no están de acuerdo, no importa: ¡todo
sea por esa quimera llamada «Países catalanes»!
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