Once meses antes, el 26 de septiembre de 1984, al Yiyo le tocó matar el toro «Avispado», que hirió mortalmente a Paquirri:
«No quiero hablar de venganza pero, de alguna manera, tenía que
expresar mi rabia por lo sucedido». Se enteró de la noticia volviendo,
en coche, y tuvo que parar, al borde de la carretera, para llorar por su
compañero. (De ese cartel queda vivo únicamente El Soro). «Tras Pozoblanco, el miedo me atenazaba y me sobrepuse. La gente, muchas veces, no quiere ver los riesgos de la profesión de torero. Esto del toreo no es un fraude».
Había nacido en Francia, hijo de padres andaluces,
emigrantes. Volvieron a Madrid cuando él era un chico. Ingresó en la
Escuela de Tauromaquia. Al trío que formó con Lucio Sandín y Julián
Maestro les llamaron «los príncipes del toreo».
Tomó la alternativa en 1981, con 17 años. Ya había triunfado en Las
Ventas. Me lo decía Luis Miguel Dominguín: «De los jóvenes, era el más
dotado». Tenía facilidad, cabeza, elegancia natural. Sólo le faltaba la
madurez: no la pudo alcanzar.
Sustituto de Curro Romero
En Colmenar, no toreó Curro Romero, lesionado; le sustituyó
El Yiyo, de azul y oro. En el último toro, a la caída de la tarde,
cuajó una gran faena. El toro, herido de muerte,
lo volteó; en el suelo, le metió el pitón izquierdo por la espalda,
levantándolo en el aire. En las borrosas fotografías, impresiona su mirada perdida.
Dijo sólo una frase, a su peón de confianza: «Pali, este toro me ha
matado». Y cerró los ojos. Antoñete y Palomar lloraban. Su apoderado lo
contó así: «Tenía el corazón como si lo hubiera rajado un cuchillo».
En la Plaza estaban su padre y su hermano.
En una ambulancia lo trasladaron a la casa familiar, en el barrio
madrileño de Canillas. Allí se formó una verdadera manifestación
popular. En una fotografía, se ve al padre, abrazándolo: igual que
Ignacio Sánchez Mejías a Joselito. Lo amortajaron con el vestido burdeos y azabache con que había triunfado en Madrid. Su féretro dio la vuelta al ruedo de Las Ventas, repleto de aficionados.
Lo recordaba Lucio Sandín, su compañero: «Un chico muy alegre, que siempre estaba de broma». Y Tomás Redondo,
su apoderado: «Siempre quiso ser un hombre bueno». (Él no pudo
sobreponerse: se suicidó, en 1989). La Tauromaquia incluye siempre esa
posibilidad: «La suerte o la muerte», titula Gerardo Diego.
Una vez, Yiyo había dicho: «La muerte la llevamos, en la cara, todos los toreros. Pienso que un cuerno me va a arrancar el corazón.
¿Qué más da?» Pero él la encontró. Delante de Las Ventas, en su
monumento, un toro lo levanta al cielo de los héroes, que nunca mueren
del todo. Treinta años después, El Yiyo sigue muy vivo, en nuestro
recuerdo.
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