Destacan tres toros: el segundo de Las Ramblas, el sobrero de Julio de la Puerta y el cuarto de Buenavista
El matador de Murcia vuelve a entregarse con su sinceridad y temple como armas y corta una oreja tras sufrir una dura voltereta en el quinto; el descabello le privó en el anterior de su lote de redondear el triunfo
Un viento inclemente castigaba las copas de los árboles camino de la plaza. Como un mal presagio de lo que esperaría a los toreros. Ya El Cid hubo de parar al primer toro en los terrenos de sol. Un toro que sumó su desconcertante falta de fijeza a la inquietud del viento en sombra. Y a las dagas que coronaban unas hechuras extrañas, recortadas, sacudidas de carne y remate. El cuello también en acordeón. Esperó en banderillas con la guardia alta y Pirri tuvo que resolver las pasadas en falso de Alcalareño. Hasta que El Cid no le puso la izquierda, no descolgó el manso. Cid también se sorprendió en sus probaturas. De hecho, como si no se lo creyese, se decantó por cambiar de mano. Consciente del error, volvió al natural con algunos resultados positivos desde la inconsistencia de su convencimiento. Y se rajó el animalito, que cambió su desganado paso por la ligera huida.
Paco Ureña volvía a Madrid lastrado por una cornada (envainada) que acusó. Pero no su temple. Ureña y su temple se enroscaron en dos medias verónicas como broche del saludo. La comunión con los tendidos desde el minuto uno. El cuerpo del colorao de Las Ramblas se concentraba en líneas de armonía. Apretado y bajo. Otra cosa al anterior. Su nobleza apenas necesitó castigo. Su buen aire se manifestó de nuevo en el quite por chicuelinas de Fortes.
Ureña brindó al micrófono de la televisión como canal para quien fuere. Y se recorrió el ruedo hasta el sol. Librados los estatuarios en el "6" su zurda se presentó con naturalidad. Un toreo sin toques que cautiva por su inocencia. Y su despaciosidad, claro. El ole brota en el embroque tardío, y estalla cuando despide la embestida allí atrás. En nada, había volteado de nuevo Las Ventas. La bondad del toro venía con las pases contados. En redondo las series cortitas de largos muletazos. Una de ellas murió con un cambio de mano mirando al tendido que casi provoca un cataclismo. Como el de su cercana Lorca. Y dos pases de pecho a la hombrera contraria. El torero hubo de sentarse en el estribo como mareado. La cornadita de Vic pasaba su factura. Del volapié, Paco Ureña salió prendido y volteado. Indemne y todavía más dolorido. Rodilla en tierra esperó la muerte del toro que no llegó. La estocada se había hundido con travesía y se escupió. En cada golpe de descabello la oreja también se escupía.
La tarde entró en una fase mortecina con la devolución del tercero. Al sobrero de Julio de la Puerta, castaño, acapachado, las puntas por delante, bajo, humillado y bueno, Fortes le dibujó dos series de embraguetados derechazos. Y, no se sabe por qué, si por la distancia, el trato o el tacto, nada más. El enganchado trámite zurdo cambió todo de pronto. La ejecución de la estocada cobró rectitud sincera. Ovacionaron más al buen sobrero que a su matador.
Cid pasó como una insistente sombra por la lidia del cuarto, un señor toro de Buenavista. Le dieron tela en el caballo y la cosa quedó en una larga porfía entre el afanoso querer de un torero perdido en su pasado y la voluntariedad de la embestida sin maldad.
Ureña regresó de la enfermería entre aclamaciones. Y sin pensárselo dos veces marchó a portagayola. El toro apareció cruzado en zig-zag. Paco se levantó en el último segundo antes de ser atropellado. Las puntas del descarado enemigo se entretuvieron con el capote abandonado el tiempo justo para la fuga. Recuperado, Ureña y el capote, las verónicas surgieron bajo los terrenos de "8" a pies juntos y luego con la suerte cargada. Jugó de nuevo el torero de Murcia con sus armas: una entrega sin doblez, una fragilidad cristalina y el temple sin condimentos. El toro se dormía en la muleta, amagado, insincero e informal. Ureña también se durmió... Pero en cuatro naturales sensacionales. A cámara lenta la profundidad. Eso fue la faena y una entrega bárbara. Ni una renuncia ni ante los queos del bruto de testa inquieta. Hasta que la voltereta se produjo en mitad de la dormida embestida, en mitad de la suerte el derrote, el hachazo seco. Ureña voló como dinamitado. Un paliza arriba y abajo. Hubo que rastrear la taleguilla en busca de la cornada que afortunadamente no se encontró.
Cuando volvió a la cara del toro, la plaza se caía. El mero intento se celebró como logro. Un pinchazo no se interpuso en el camino del trofeo esta vez. Ureña celebró la estocada al borde del llanto por la alegría. Por el esfuerzo, el dolor o por que su manera de celebrar la gloria sea el llanto.
Madrid ha dicho que éste es su torero. Apalizado paseó el anillo. Y en la enfermería le volvieron a revisar: un puntazo corrido. Nada para lo que podía haber sido. Y lo que podía haber sido también es otra Puerta Grande no consumada... Y van dos intentonas de descerrajarla en este idilio de pasión loca.
Fortes se estrelló con un torazo vacío y finalmente rajado que cerró la tarde.
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