De cómo hay amigos y… amigos
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En las tardes sin suerte, en las tardes de desánimo, la soledad en que 
"los que van con el torero" dejan ídolo, queda reflejada en el gesto 
amargo que expresa el rostro de torero. En las tardes de gloria, no 
queda un sitio libre en su habitación.  Con detalle y con un gran 
realismo, el gran aficionado que fue Adolfo Bollain dejó en las páginas 
de "El Ruedo" lo que es más que un retrato de la sicología de quienes 
rodean a un torero con muy distintos objetivos. Tomando pie de una tarde
 en la plaza de La Coruña en 1934, el cuadro que dibuja no puede ser más
 realista. Se diría que trasladable al día de hoy. 
Adolfo Bollain 
La Fiesta taurina es 
un bello espectáculo en el que la bravura del toro se enfrenta con la 
valentía, la ciencia y el arte del torero, dando lugar a momentos de 
emoción dramática y de emoción estética, incomparables con los de 
cualquiera otra manifestación artística o espectáculo publico.
En
 las corridas de toros todo es luz, color, veracidad --algunas veces, 
solo aparente--, agilidad, sencillez y sensación de que todo ello es eso
 nada más , y que nace --sin nada anterior-- cuando los alguacilillos 
salen para “despejar el ruedo”, y termina con el arrastre del 
ultimo toro. El publico se sienta en su localidad y se encuentra con que
 le dan todo hecho, y no piensa en lo que ha habido que hacer para 
hacerlo.
Y,
 sin embargo, en contraste con esa espectacularidad alegre, existe una 
preparación más sombría --hoy excesivamente sombría-- en la que 
intervienen irnos y se mueven otros, todos los cuales pueblan el que 
llamó Antonio Díaz-Cañabate “planeta de los toros”.
He
 dicho que unos intervienen y otros se mueven, porque esta es la verdad.
 Intervienen los necesarios, los imprescindibles, aquellos sin los 
cuales no seria posible la celebración de la Fiesta: el ganadero y el 
empresario. Interviene algo y se mueve más, el apoderado. Y se mueve el 
taurino. El torero --personaje tan importante-- no interviene, porque lo
 hace el apoderado por él, en esa preparación de las corridas. Ni 
interviene, ni se mueve. En las corridas, sí; claro es. En las corridas 
interviene siempre, y se mueve casi siempre.
En
 el planeta de los toros están las interioridades de la Fiesta. Y sus 
habitantes son los cuatro ya citados: el ganadero, el empresario, el 
apoderado y el taurino. Entre los taurinos, los hay profesionales, 
semiprofesionales y no profesionales.
Y,
 entre los no profesionales, están --y son el objeto de estos 
comentarios-- los que van con el torero. No son los que van con él por 
la calle, o se reúnen con él en su casa --en la propia o en la del 
torero--, o en casa de otro amigo común, o los que van con el torero a 
todos los sitios donde torea.
Claro
 es que a todos los sitios donde torea van con el torero los subalternos
 que componen su cuadrilla, el apoderado y el chofer. Pero no son éstos.
 Los que van con el torero son esos amigos íntimos --a veces no 
íntimos-- admiradores verdaderos --a veces ocasionales-- que le siguen 
--o le persiguen-- para no perderse ninguna de sus actuaciones.
Con
 esto queda dicho que hay dos clases de estos habitantes del planeta de 
los toros: los taurinos puros y los taurinos subrayados; los que pueden 
llamarse así́ con toda seriedad y los que hay que nombrar de ese modo 
empleando la ironía.
Son
 puros los íntimos, los admiradores verdaderos y los que le siguen. Son 
taurinos en el otro sentido los no íntimos, los admiradores ocasionales y
 los que le persiguen.
Los
 primeros no creo que le molesten al torero. Por el contrario, les 
agradece, seguramente, su amistad, su admiración y su sacrificio 
--aunque sea gustoso sacrificio-- trasladándose continuamente y viajando
 sin cesar durante toda la temporada taurina. Van con el torero porque 
son amigos de veras; para acompañarle antes de la corrida, en la corrida
 y después de la corrida; para alegrarse con él si triunfa y para 
consolarle si fracasa. Estos taurinos no es que sean útiles a la Fiesta,
 pero son útiles al torero y a la Fiesta no le son perjudiciales.
Otra
 cosa distinta son los que van con el torero a lucirse con él, con su 
compañía, y a que !os demás les envidien. Esos no son útiles ni a la 
Fiesta ni al torero. Son los que llenan la habitación del hotel antes de
 la corrida, consiguiendo; a veces, una buena entrada para la tarde; y 
los que, igualmente, invaden el cuarto si el diestro ha estado bien o ha
 cortado orejas, y no aparecen si el torero ha tenido una mala 
actuación, y le abandonan en su soledad cuando precisamente tiene más 
necesidad de compañía, de consuelo y de distracción.
No vendrá mal relatar algo de lo que puedo dar fe, porque intervine en ello.
En
 una de las corridas de Feria de La Coruña del ano 1934, el cartel de 
matadores lo componían Juan Belmonte, Ignacio Sánchez Mejías y Domingo 
Ortega. Un cartel flojito. Fue una corrida memorable, por reunirse en 
ella --o en relación con ella-- tres circunstancias --una para cada 
matador-- extraordinarias y trágicas.
Belmonte,
 en el primer toro, intentó el descabello. Aun no se había inventado el 
actuad estoque de descabellar, con cruceta, que ideó, según creo, 
Vicente Pastor, precisamente por lo ocurrido aquella tarde. Cuando 
Belmonte intentó descabellar, el toro derrotó con fuerza, arrancándole 
de las manos el estoque, que, dando vueltas vertiginosas, salió́ 
despedido hacia el tendido, yendo a clavarse en el pecho de un 
espectador de la fila sexta o séptima. Belmonte, horrorizado, vio como 
se llevaban a aquel hombre a la enfermería. Aunque preguntó, nada 
quisieron decirle durante la corrida. Cuando la corrida terminó, le 
dieron la tremenda noticia de que el espectador había muerto.
Aquella
 corrida fue la ultima que toreó Sánchez Mejías. En la siguiente, en 
Manzanares, a los pocos días, un toro le dio la cornada que le causó la 
muerte.
Por
 si todo esto fuera poco, después de matar al sexto toro, le dijeron a 
Ortega que se pusiera en viaje inmediatamente, porque un hermano suyo 
había sufrido un grave accidente de automóvil --en realidad había 
muerto-- y Ortega salió́ en el estado de animo que es de suponer. Y creo
 recordar que él también volcó en ese viaje, aunque sin sufrir lesiones.
Pocas
 veces --quizá́ nunca-- se habrán reunido unos hechos que de modo tan 
trágico se relacionasen con los tres matadores de una misma corrida.
Era preciso decir todo esto; pero lo que entra dentro de este somero estudio de “los que van con el torero”
 es lo de Belmonte. Terminada la corrida, fui a ver a Belmonte al hotel.
 Llamé a la puerta y me abrió su mozo de estoques, que estaba en el 
cuarto de baño recogiendo la ropa de Juan. Éste estaba en la habitación,
 recorriéndola a grandes zancadas, con la cabeza baja y la vista en el 
suelo. Al fondo, ante el balcón, mirando desde dentro a la calle, por 
cristal cerrado que dejaba libre un visillo descorrido, estaba Eduardo 
Pagés. Nadie más. «Los que va con el torero”, el coro jubiloso y adulador de las tardes triunfales, no estaba allí aquella tarde. 
No
 pude menos de decírselo a Belmonte, y de comentarlo. Belmonte, con una 
sonrisa amarga y su ironía, que casi nunca le abandonaba, explicó:
--Es natural. Acabo de matar a un hombre 
Pagés
 me miró muy serio y no dijo nada. ¿Para qué? Y yo --¿para qué 
también?-- miré muy serio a Pagés y Belmonte, y tampoco dije más. El 
comentario no necesitábamos hacerlo nosotros. Estaba flotando en aquel 
cuarto de hotel, vacío de "los que van con el torero para lucirse y dar envidia”.
►El Ruedo,  9 de mayo de 1967 , nº 1194 

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