Que hay mucho ruido, pues sí. Que los tendidos se llenan de público
bastante variopinto en intereses, pues también. Que en realidad hay dos
fiestas: la del sol y la de la sombra.... Pues pese a todo, la feria
Pamplona es distinta a todas las demás. En el pasado y en el presente.
Sigue siendo un reducto para el toro, incluso cuando hay que hacer
algunas concesiones para que no todas las figuras se ausenten de los
carteles. Y cuando el torero sabe bordar el torero, no pasa precisamente
desapercibido, aunque en momentos bajos encuentren la diversión en
otras actividades. Desde el encierro hasta el ultimo minuto, las fiestas
en Pamplona son únicas.
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Y un periodista reconocido, Chapu Apaolaza, viene a sostener en su libro “7 de julio” –de lectura muy recomendable en estos días-- algo no muy diferente cuando afirma que “el encierro es un regalo”[2].
Nada diferente de lo que Ernest Hemingway descubrió en 1923, cuando en
su búsqueda por la inspiración viajó de Paris hasta Pamplona y luego
plasmó, entre otros escritos, en “Fiesta”.
Los
orígenes de estas fiestas tan únicas se remontan hasta el siglo XII,
cuando el entonces arzobispo de Pamplona, Pedro de París, trajo desde
Amiens a la catedral navarra una reliquia del Santo. Cuentan los
cronistas e la época como el culto a San Fermín se fue acrecentando.
Hasta tal punto que muchos de los actos que hoy conforman las fiestas en
su honor tienen detrás siglos de tradición. Y así, por ejemplo, de la
procesión del Santo ya hay documentos que se remontan hasta el propio
siglo XII.
Y
dentro de esas fiestas, los primeros encierros se fechan en el siglo
XVI, cuando la manada se trasladaba a caballo desde los corrales del
Baluarte de la Rochapea hasta la plaza de toros, entonces ubicada en
Plaza del Castillo. Lo que entonces formaba parte en realidad el
traslado de los toros, ya en el propio siglo XVI, se ve acompañada por
los mozos a pie. Con el correr de los años se suceden la normas
regulatorias, se implantan los vallados y demás elementos. Pero la
esencia básica permanece.
Derribo del picador producido en una corrida a finales del XIX. (la “Historia de los Sanfermines” de José Joaquín Arazuri)
En el formato bastante parecido que hoy conocemos, la feria pamplonesa se remonta al siglo XVI, cuando se decide el traslado de la festividad del Santo de octubre a julio. De hecho, queda constancia de una primera función de toros el 8 de julio de 1591. Con un desarrollo creciente cuentan las crónicas que los primeros en desafiar las prohibiciones que impedían correr delante de los astados fueron los carniceros del Mercado de Santo Domingo, lo que fuerza en 1867 el consistorio a dictar un bando para reglamentar el encierro y dan cuenta el primer "montón" en 1878,. Reforzados internacionalmente a partir de los años 20 del pasado siglo por Hemingway, ahora se cumplen 76 años del primer chupinazo. Entre medias se hacen tradicionales las comparsas de gigantes y cabezudos, los fuegos artificiales y otras actividades festivas.
Taurinamente
la capital navarra ha sido el escenario de muchos acontecimientos que
pasron a la historia. Y así, Pamplona fue la plaza en la que se presentó
por primera vez, en 1911, la cuadrilla de los Niños Sevillano, que
formaban Gallito y “Limeño”. En 1890, Rafael Guerra “Guerrita” y Luis
Mazzantini despacharon mano a mano las cinco corridas que compusieron el
serial pamplonés. En 1882, ya en el mes de febrero se había contrato a
dos figuras de su época: Lagaritijo v Cara-ancha. Pero aquellos eran
otros tiempos, cuando entonces las figuras no descartaban de antemano
acudir a la hoy Monumental pamplonesa.
[1] El País, 7 de julio de 1999.
[2] Francisco Apaolaza. “7 de julio”. Ed. Libros del K.O.”, 2016
[2] Francisco Apaolaza. “7 de julio”. Ed. Libros del K.O.”, 2016
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