El niño que se lanzó a los ruedos es hoy un maestro del toreo con 20 años de alternativa. Tras su celebrado indulto del toro ‘Orgullito’ en La Maestranza de Sevilla, mañana disputa un mano a mano en la plaza de Las Ventas. Hoy asegura sentirse más vulnerable que nunca.
Ana Nance
Acaso la mejor faena de su vida. Y la jornada más dichosa
de los aficionados que abarrotaron la plaza de Sevilla, estupefactos por
la emoción y la conmoción que procuró el torero madrileño en la lidia a
cámara lenta de Orgullito.
Así se llamaba el toro y el protagonista del indulto excepcional,
aunque el diminutivo no contradice el diagnóstico de una experiencia
superlativa.
“Cuando estableces intimidad con el toro, desaparecen su ferocidad y su peligro, se convierte en un cómplice”
“Lo que viví es muy difícil de contar. Cada vez que lo intento me doy cuenta de que la descripción limita lo que realmente sentí. Sentí que me abandonaba. Desaparecieron el miedo, la sensación de peligro, la técnica, el control. Era como si la muleta llevara mi cuerpo. Sentía que me rompía por dentro. No hay nada parecido a esa sensación de plenitud. Te dejas ir. Trasciendes. Y estableces con el toro una relación de intimidad. También desaparece su ferocidad y su peligro. Lo percibes no como un antagonista, sino como un cómplice. Sabía que no iba a matarlo”.
Impresiona el relato del indulto por la experiencia en sí y por los antecedentes. Julián conocía al padre de Orgullito. Que se llama Cazador. Y al que ha visto encampanarse en la finca salmantina de Garcigrande. Habla de él como si fuera un familiar. Y como si la simiente del torazo estuviera predispuesta a su tarde de gloria. El Juli había visto a Orgullito en el campo. Lo reconoció como a un amigo en cuanto apareció entre las sombras del toril de La Maestranza. “Son experiencias que suceden muy pocas veces. Que te abruman. Que te sobrepasan. Y me acordé del primer novillo que indulté en mi vida. Tenía 14 años. Ocurrió en México. Y cuando le perdonaron la vida me puse a llorar y no podía controlar las lágrimas. Me desbordaba la experiencia. Ahora ha sido distinto. Muy intenso, pero no hacia fuera, sino hacia dentro. Como si me descoyuntara y me partiera por la mitad”.
“Me impresionaron mucho las muertes de Víctor Barrio e Iván Fandiño. Se te presume un torero valiente, pero eres frágil”
Habla Julián como si las palabras pesaran. Y como si le costara confiar su intimidad. Coopera en la confesión la serenidad de una sobremesa de primavera en el porche de su finca. Portugal está al alcance de la vista. Las reses bravas transitan con antigua parsimonia. Y el torero apura un café de verdad y un cigarrillo de mentira, estimulantes de una conversación metafísica. “No soy practicante, pero sí creyente. Hablo con Dios, tengo conversaciones. Me conforta la conciencia de algo superior.
Que no acierto a definir, pero sí a sentir. Y que me sirve de ayuda cuando vienen momentos de preocupación. La paternidad ha sido una experiencia maravillosa, pero también es una responsabilidad enorme. Y siendo torero, contraes unos riesgos que multiplican esa responsabilidad. Sabes que tienes una familia. Que tienes que velar por ella. No quiero decir que haya dejado de correr riesgos, pero no es lo mismo torear cuando estas solo que cuando tienes tres niños esperándote”.
El primogénito le ha salido del Real Madrid. Un contratiempo a la tradición atlética de la familia que El Juli observa con más ternura que indignación. Se emocionó y lloró cuando el chaval apareció de la mano de Sergio Ramos en el partido de Champions que enfrentó a los blancos contra la Juventus.
“No me gustaría que mi hijo fuera torero. Sufriría yo más que él. Y lo haría él también porque esta profesión es muy dura, muy exigente. Si le va tan bien como a mí, lo va a pasar muy mal. Y si le va peor, va a sufrir muchísimo. Claro que no me arrepiento de haber sido torero. Esta profesión no es una profesión, sino una manera de vivir. He tenido experiencias increíbles. Grandes sacrificios. Ha sido mi vida, pero preferiría que mi hijo eligiera otra profesión”. El cortijo de El Juli parece el de un torero decimonónico. Un caserón de techos altos cuyas paredes están recubiertas de carteles antiguos.
Y los sofás del porche trasero predisponen a la contemplación y a la sinceridad. “¿Que si he pensado en retirarme? Claro. Hay veces que te sientes frustrado y otras en las que crees haber hecho todo lo que tenías que hacer. Empecé de muy niño. Llevo 20 años. Y me he exigido mucho. Incluso ahora, que me importan muy poco las estadísticas, me preparo más que nunca. Y lo hago corrida a corrida, como el cholismo. Me reconozco bastante en esa idiosincrasia de luchar, de sufrir, de ganar, de perder. He procurado ser íntegro. Defender mi forma de torear y de vivir. Y hay ocasiones en las que sí me planteo dejarlo. Esas sombras que he mencionado tienen que ver. A veces incluso se me aparece una cornada muy fuerte que un toro me pegó en Sevilla. Estoy toreando y se me viene el recuerdo porque el toro que tengo delante me la recuerda. Y entonces dudo. Creo que hay un equívoco conmigo. Se me considera un torero técnico, a veces frío, pero yo me reconozco como un torero y un hombre pasional y apasionado. Me entrego mucho”.
El Juli considera prioritario desvincular la tauromaquia de la ideología. Rescatarla de la refriega política. “La bestia se despertó en Cataluña. La decisión de prohibir los toros y de cerrar la plaza de Barcelona trasladó el mensaje de que los toros eran una españolada. Y a partir de ahí empezó a relacionarse la fiesta con lo conservador y el antitaurinismo con lo progre. Es un despropósito. Los toros son un fenómeno universal. Y su perversión política es solo una manera de utilizarlos como arma arrojadiza. Este malentendido me obliga a mí mismo no a votar según mis ideas políticas —siempre he votado—, sino a diferenciar entre los partidos que los atacan y los que los protegen. Es un gran sinsentido”.
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