El maestro de la Casa Lozano, el hacedor de toreros, quien fuera la muleta de Castilla, celebra su cumpleaños rodeado de sus figuras
Manuel Benítez El Cordobés toreando al natural.
La conquista de la cima de los 87 años quería convertirla en un homenaje a los suyos. A sus toreros. A los que forjó, apoderó o inculcó el secreto del temple. Que dicen que es innato. Pablo Lozano, Don Pablo, la Muleta de Castilla, reunió a su alrededor una constelación de figuras. Y al huracán Benítez. El Cordobés. Punto y aparte. Lozano, sentado entre El Califa y Juan Antonio Ruiz 'Espartaco'. De pronto y juntos, el monstruo de los 60 y 70 y el fenómeno de los 80. El que mandó. Y después hablamos de gustos y romanticismos. Y enfrente César Rincón, el César de Madrid: los 90. Tres décadas, qué digo tres, cuatro, de la historia del toreo, concentradas en tres figuras. Figuras de verdad. Que de tanto uso se ha vulgarizado el término. Y entre los suyos, su gente, Manuel Caballero y el nexo del temple y un historial infravalorado. Que desde Madrid a Bilbao, desde novillero a matador, Caballero tiró puertas grandes y camadas de victorino enteras. Y Eugenio de Mora que irrumpió en el generación del 98, explotó en Las Ventas y se dio unas cuantas vueltas a España. Y Don Pablo detrás de todos ellos y detrás de Don Pablo la sombra ausente de Palomo.
La fiesta fue en la finca de El Cortijillo. Por supuesto, con los hermanos presentes: Eduardo y José Luis. Sólo faltaba Manolo. Que anda con Morante para arriba y para abajo. Pero que llama por teléfono sólo para saludar a Benítez. No crean. Y El Pelos, rápido como un galgo, apenas le da tiempo:
-"¡A ver si se te va a olvidar que te di la alternativa en Tánger!"
La sobremesa es irreproducible. Inolvidable. El Cordobés es el eje, el centro de gravedad. Está al tanto de todo de la actualidad. Del bombo de Simón Casas a Talavante. O de Talavante en el bombo de Casas. Mejor no quieran saber lo que piensa. Pasamos por los tiempos de la guerrilla del 69, la firma en Villalobillos con Palomo y Emilio Romero por testigo; por su 'afición' por pilotar aviones en los años locos; por aquella tarde en que lo llevaron del hotel a la plaza a hombros (sí, sí, el orden del trayecto es correcto) en Villacarrillo y aquella otra en Manzanares con el gentío hasta las tejas y en el callejón de tantas entradas vendidas (más que localidades por 'error').
Y Espartaco, que es su ahijado de alternativa, flipa y alucina con las derivas cordobesistas y los arranques del genio. Y recuerda que una vez en el hotel Tequendama de Bogotá, abarrotado el hall como estaba en las tardes de toros, Benítez lo atravesó con un burro. Y lo subió en el ascensor a su habitación. Y las risas son la constante entre el respeto con el que todos se tratan. Siempre con un orden jerárquico no establecido pero que existe. Y al fondo está Pablo Lozano, feliz, rodeado de los suyos. Que son sus toreros. Aunque la sombra de Palomo sea alargada.
Cuando aflojó el sol y el calor, y los grados de conversación bajaron como las botellas de tinto, en la placita de tientas de El Cortijillo se armó la mundial. Un cartelazo de épocas. Quien tuvo retuvo, y el temple de los maestros fue el hilo conductor. Pero cuando Benítez volvió a torear, a sus 83, el incendio se extendió al monte desde el chispazo de su izquierda.
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