lunes, 3 de septiembre de 2018

Apología de la cornada

ARTÍCULO De C.R.V.  
Apología de la cornada I MUNDOTORO

MUNDOTORO > Madrid
Desde la agonía de su utilidad, hago apología de la cornada. Por una cuestión de honor. El dolor es el único ser vivo que tiene palabra de honor. Siempre hace lo que promete hacer. Por esta razón, y sólo por ésta, hago apología de quien sabe doler sin dolerse. 

Razón única que expulsa a esas otras razones tan cargadas de mentiras piadosas que tratan de hacer poesía fatua y pomposa, tópica y casposa, de la sangre. Nada menos pomposo y más real que la sangre, impregnada de arena, de restos de cuerno, de hilos del vestido partido, de alguna lentejuela liberada, y de gotas del sudor propio. Nada menos real y menos fatuo, nada tan duro y con tan poca rima. Una cornada es carne de quirófano. 

No soporto ya el manido canto sensiblero de esa narrativa rutinaria: la cornada no es precio a pagar por nada, y mucho menos, el precio a pagar en el camino del éxito o en las laderas de un monte que lleva a la gloria. Usando la memoria que da la grandeza de ser honestos, la mayoría de las veces una gran cornada sólo fue el precio para pagar un posterior fracaso. Las cornadas no aumentan el caché, no reinventan el talento, no agudizan la creatividad y su estela heroica no va más allá de unos días o una horas en medio de la vorágine de otras tantas y en el océano de una sociedad donde la cornada, la muerte, la masacre y la crueldad se dan cita en la tele a la hora de comer, sin que eso varíe el rumbo de nuestro apetito. Otrora la cornada, la herida, alcanzaba a ser, podría ser, fantaseaba con ser, fabulaba con ser, la caída al suelo de una moneda lanzada al aire. Cuando aire, moneda y suelo pertenecían al mundo de los hombres sensibles al arte. 

Hago apología de la cornada, de todas las que han sido noticia estos días, las que serán en los siguientes, a título individual pues no hay nada mas solitario ni soledad más sola que una cornada. Por eso la apología y su canto, por lo que de dolor irrenunciable tiene, no susceptible de ser compartido, acaso acompañado. Porque es ese título individual quien la acepta sabiendo que es el pasillo que lleva al dolor y al dolor sólo. Porque es el hombre, o la mujer, uno sólo, individuo humano, el que conoce que la cornada siempre cumple con lo que promete: duele. Duele entonces, durante, después. Duele en grados de dolor distinto según el hombre, la brutalidad, la sangre perdida, el hueso o el músculo o la vena, duele según el ánimo y la mente, según la sensibilidad y el carácter. Duele según cada alma.

Pero que nadie fabule manidos tópicos de consolación. Me irrita esa pátina de heroísmo casi rosa sacado de un mal copia y pega de hace tantos años. La cornada grande, el tabaco grande, es un ser vivo alimentado por otro ser vivo que es el dolor quien, o es fulminado por el rayo del milagro, o sobrevive en los mapas de las cicatrices. Y quien dice que éstas, años después, cuando aquello no fue lo que uno soñó (porque en el toreo el arte de soñar es para todos, pero el arte de hacer lo soñado es para escasos pocos) la cornada se hace fuerte de nuevo, se alimenta del dolor. De nuevo. Hago apología entonces porque me consta que tantos toreros tienen encima una grandeza humana de proporciones gigantescas que no se narran porque existe la creencia estúpida de que, narrándola, le quitamos valor. Le restamos grandeza. Siendo al revés.

No hay nada mas grandioso, cumbre, honorable, no hay nada que provoque mayor envidia en los Dioses y en los mortales comunes que esta certeza. Que en algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida de sangre, de la pérdida de valor, de la pérdida de ánimo, de la visión de ese monstruo sin piedad que es el dolor. Que en algún lugar del alma queda el rastro de la soledad del dolor, fermentando oscuros páramos agazapados tras los parajes de los días. Y que regresan un día, a una hora, una tarde, con toda su fuerza y brutalidad, con la intención de volver a ser dolor, a culpar de un fracaso, a exigir una ausencia. Que alguien que se viste por los pies admita eso, hace temblar el valor de todos los Dioses.

Vivimos una colonización cultural a la que le viene bien esa banalidad tópica y que produce pereza mental, desaliento intelectual y naúsea narrativa del canto a la cornada amparada en el cuento de siempre. Ese heroísmo de secta al que se expone el toreo como pago o tributo para sobrevivir es una claudicación a la colonización cultural de esta sociedad donde la mentira ya no teme ser descubierta. Los colonizadores de culturas globales animalistas, antihumanistas, han logrado que a la mentira, aún descubierta al rato, le baste con haber sido tomada como verdad unos días, unos meses, unos años. No. Hago apología de la cornada porque es dolor de un ser humano, nacido para un ser humano de forma asumida, irrenunciable, solitario y cruel, intransferible. Una especie de veneno o chip que se penetra brutalmente en la carne y los huesos. Y se instala en el alma. De un ser humano. Uno sólo. Uno a uno. 

No comulgo con estas doctrinas recalentadas de izquierdas, recalentadas de otras recalentadas doctrinas que nos ofertan como las ideas culturales nuevas que han salvarnos de nosotros mismos y a pesar de nosotros mismos. Me provoca náusea ese idioma recalentado de manipulación recalentada como un mal plato mal recalentado en el microondas, las mentiras como verdades inventadas sobre la crueldad, el valor, la cultura, mentiras sacralizadas por nuestros políticos, por las redes sociales, por las teles, las radios. Tanta indecencia en nombre de la decencia. Tanta ostentación de incultura en nombre de la cultura. 

Tanto emoticono, tanto mensaje, tanto de todo que ya no sabemos cuál es el nombre verdadero de cada cosa. De cada sentimiento. De cada torero. De cada cornada. Todo es caos global para lograr la mentira global. El ruido global con el que se trata de derrotar al silencio. Tanto no es nada, tanto gracias pronto nos vemos, tanto pulgar hacia arriba en el ninguneo de la sangre, tanta interactividad sensiblera, tanta ausencia de silencio para con eso que exige una sombra, una paz y una calma: una cornada.

Que, digan lo que digan los ruidos, la cornada es eso donde queda una cicatriz en la que leer que todo hombre es un museo del miedo. Una cicatriz pegada al alma donde leer que el toreo es un mundo donde tantas veces prevaleció el sufrimiento y hasta la injusticia, pero un mundo donde fuimos capaces de imaginar la felicidad, y donde conocimos la posibilidad del arte.

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