Hablar de amor hacia una profesión que estás dejando, agradecer al que te lo ha puesto difícil en esto y hablar de respeto profundo al animal que le quitó la vida a su mejor amigo es de muy hombres.
JAVIER FERNÁNDEZ-CABALLERO
Lo vi en un chavalín
sencillo y sincero, con alma de niño y fuego de vida en su espíritu de
adulto. Lo vi cuando en un patio de cuadrillas aquella madera de figura
potencial se liaba el capote. Lo vi en los gestos, en las muescas a
Rafael de Julia, en la franqueza de su estilo, en el toreo caro y
alargado que allí le hizo a lo de Baltasar Ibán que tenía delante.
Lo vi en la hechura de
torero que tenía –porque la estampa amanoletada de su figura, cual
hidalgo seco y quijotesco en el corazón de La Mancha, era calcada a la
que parió Grajera-. Lo vi dar la cara, también, con la mismita ganadería
con la que vi a Víctor por última vez en una plaza de toros.
Ahora, aquel niño con alma
despierta se va de este tinglao con la misma cabeza alta con la que su
maestro puede estar allá donde esté. Porque lo que Ochoa ha dicho sólo
lo pueden decir los hombres.
Hablar de renuncias y de fracasos es de
machos–hoy día la sociedad no está dispuesta a la palabra “fracaso”
porque sólo el éxito vano es el que vale para la aduana efímera del
resultado fácil-.
Hablar de no engañar a
nadie, hablar de amor hacia una profesión que estás dejando, agradecer
al que te lo ha puesto difícil en esto y hablar de respeto profundo al
animal que le quitó la vida a su mejor amigo y compañero es de muy
hombres. Como lo es Carlos Ochoa.
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