Indiferencia ante una imagen que no 
siempre afirma lo que parece decir. Como si entre el arte y el gusto de 
quien lo mira existiera una barrera infranqueable. Y es que, si se 
observa el trabajo del cotizado artista, la figuración de lo deforme no 
incita al agrado y sí a la desestimación de una figura controvertida de 
un torero más allá de lo abstracto y lo extravagante. Marcas irregulares
 que retratan una supuesta fantasía delirante y absurda.
Por otro lado, la peculiaridad de la 
pintura del Oehlen genera en quien lo ve más confusión que acierto. Y 
aunque el arte la suscita, no hay duda que la genialidad del pintor 
alemán no consigue ese impacto inmediato y necesario sobre el 
destinatario que, a la vez, le parece engañosamente simple.
De hecho, lo
 que se ve es lo que hay. Nada sugerente ni atractivo. Una creación con 
criterios artísticos de escasa capacidad para hacer reaccionar a una 
gente, la del toro, poco propicia a nuevos lenguajes o experiencias 
expresivas.
Es evidente que el cartel de toros no es 
ya un simple comunicado informativo, sino una manifestación más de 
continuidad artística más allá del ruedo de la plaza. De talento en la 
calle. Sin embargo, debe ser también algo más que una prestigiosa firma 
con el principal objetivo de ampliar una historia de arte que la Real 
Maestranza de Caballería hace bien en seguir completando.
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