Hace justo un siglo, el crítico de ABC veía en la decadencia de Rafael El Gallo la esencia de los valores de la tauromaquia
Rafael Gómez «El Gallo» - ABC
Ángel G. Abad
«Por El Gallo podrán los viajeros reconstruir el toreo cuando vengan a visitar nuestras ruinas. Por El Gallosabrán cómo se vestían los toreros, pues hay que reconocer que la mayoría de los toreros no saben llevar la ropa. Por El Gallo sabrán todos el miedo que se derrocha en la fiesta del valor... Por El Gallo podrán ver lo que era la Fiesta, como nosotros ante las piedras incompletas de un castillo vivimos el siglo XVII».
Son palabras de Gregorio Corrochano en su crítica abecedaria del 23 de marzo de ahora hace un siglo, cuando, pidiendo casi perdón a los «aficionados metódicos», se fue a la plaza carabanchelera de Vista Alegre a ver torear a Rafael El Gallo. «Nosotros sentimos hacia Rafael esa afición de curiosidad que sentimos hacia las ruinas... Y este matiz de evocación que ningún torero tiene es lo que nos atrae en Rafael, si no hubiera un motivo sentimental, al verle vencido, abandonado de los que tanto le cacarearon cuando este cacareo podía cotizarse en populachería y ruido», y sentenciaba: «Rafael, acabado, deshecho, con el miedo acentuado y su arte borroso, tendrá público porque tiene personalidad».
En aquel comienzo de la temporada de 1920, el Divino Calvo no vivía sus mejores momentos, frente a la gloria que emanaba su hermano Joselito, en esos días recién llegado a Sevilla de su campaña americana y recibido por un gentío, con vítores y ovaciones, en cualquiera de sus apariciones por la ciudad. Rafael tuvo que recurrir a anunciarse en la segunda plaza de Madrid junto a dos diestros de escaso renombre. Las circunstancias le obligaban.
«Absurdo lidiador»
«Anteayer, fracasado una vez más, con sus dos toros muertos, cuando ya no había salvación para ningún torero la hubo para Rafael, cuando, acuciado por Torquito y Zapaterito en el tercio de quites del quinto toro, se hincó de rodillas, tomó el capote por una punta con la mano derecha, lo manejó en zig-zag luminoso y se echó el toro a la espalda en una larga cambiada», describe Corrochano, que añade con un punto de nostálgica admiración: «Los que sabemos lo que fue saboreamos en un capotazo aquellas tardes de gloria del absurdo lidiador».La crónica finaliza: «Yo sé que Rafael es un torero en ruinas, y le voy a ver con la curiosidad que visito Numancia o Itálica; por la fuerza evocadora que tiene».
El Gallo, al que su madre, la «señá Gabriela», le había cortado la coleta dos años antes en la plaza de Sevilla, seguía toreando. Las circunstancias. Cerca estaba ya el mes de mayo y la cita de su hermano Joselito con la muerte en Talavera. El dolor, el abatimiento, el duelo. Lejana aún su retirada definitiva de los ruedos, que tuvo lugar en 1936. A El Gallo le quedaban muchas páginas que escribir en los ruedos.
Cinco días después de aquella tarde en Carabanchel, en la plaza de Madrid, El Gallo, con muleta y espada, se acercó a la localidad que ocupaba Corrochano para brindarle un toro. ABC lo contó así: «No me acaba de llenar el toro -me dijo, reverencioso como un moro-; pero se lo voy a brindar. No me llena, porque el toro achucha mucho y no es de mi temple, pero no tengo otro», y añade Corrochano: «Después Rafael se extendió en consideraciones acerca de la crónica taurina moderna, y pude observar un sentido crítico que no tienen muchos escritores. El brindis fue largo y elocuente». Las cosas de El Gallo.
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