Juan Bautista da una vuelta al ruedo como único premio la tarde en que Alcurrucén echó hasta tres toros buenos, de los que ninguno le tocó a Ferrera

MARCO A. HIERRO
Hasta hoy había visto muchas locuras por asistir a una corrida de toros. Desde engañar a la parienta diciendo que se iban a comprar tabaco hasta dejar un muñeco en la garita en una guardia de la mili. Conozco casos, palabra. Pero fugarse un hospital donde estás ingresado para asistir a Las Ventas es de esas cosas que salen en las películas hiperbolando caricaturas de la realidad. Lo que tiene la realidad es que supera con frecuencia a la ficción.

Porque lo hizo para ver a tres toreros que no hacen titilar las campanillas cuando andan, ni superan los tres cuartos de plaza en que sitúa -más o menos- el abono de este año. Lo hizo para ver la segunda tarde de los Lozano en esta feria como ganaderos y tras un fiasco anterior. No parecían atractivos suficientes para firmar la fuga de Alcatraz en versión taurina y, sin embargo, allí estaba el mexicano. Viendo como se iban tres toros con las orejas puestas habiendo dejado argumentos para que se las cortasen. Ninguno de los tres cayó en manos de Ferrera.

El otro también se lo encontró Bautista haciendo segundo de función. Apenas le había dado tiempo al mexicano a tomar asiento tras la fuga de última hora, pero sí pudo ver la caja larga, la badana suelta y las sueltas carnes buscando arena con ahínco desde que salió de chiqueros. Y peto buscó el negro toro, porque aún recuerda el mexicano que Paco María se agarró en dos puyazos para atemperarle los humos al Palillo empujador. También lo empujó Bautista en el inicio, y también se acuerda el mexicano, pero sigue haciendo memoria... y no se acuerda de más.


De los otros, los de Ferrera, tampoco se acuerda de mucho el fugado mexicano de regreso al hospital. Fue vibrante el tercio de banderillas con el corretón cuarto, pero fue de esfuerzo veterano el trasteo de oficio que justificaba a Antonio en Madrid. Y fue digna la batalla planteada al toraco primero que le puso por dos veces los pitones en la cara al menudo extremeño como preludio de función. "Que feo se mueve el toro", sentenciaba el mexicano viendo los tornillazos finales, los puñetazos a viento y telas, la rebrincada actitud. Lo mismo pensaba Ferrera.
Después se fue al hospital donde aún sigue ingresado. Hubiera pagado -y mucho- por ver la cara de las enfermeras con el tipo de regreso en la cama del hospital. Un aficionado a los toros que, como los toreros, salta de la camilla para terminar la faena. Hoy mi brindis va por él.
FICHA DEL FESTEJO
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Feria de San Isidro, duodécima de abono. Tres cuartos de entrada.
Seis toros de Alcurrucén, desiguales de presencia, tipo y presentación. Vencido y exigente el protestón primero, aplaudido; de profunda y humillada arrancada el buen segundo, aplaudido; bonancible y noble el feble y escurrido tercero; exigente, humillado y largo el díscolo cuarto; enclasado repetidor y con fondo el buen quinto, aplaudido; humillado, emotivo y con entrega el buen sexto.
Antonio Ferrera (grana y oro): palmas y silencio.
Juan Bautista (nazareno y oro): silencio y vuelta al ruedo.
El Capea (marino y oro): silencio en ambos.
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