Nieto, hijo y hermano de ganaderos, no podía ser otra cosa que criador de toros de lidia
Fernando Domecq, en 2003 - RUIZ DE ALMODOVAR
Ángel González Abad
La esencia del toro bravo en su sangre. Su abuelo, Juan Pedro Domecq y Núñez de Villavicencio formó una ganadería que ha marcado, con todas sus ramas, la historia del toreo desde el primer tercio del pasado siglo. Fernando Domecq, nieto, hijo y hermano de ganaderos, no podía ser otra cosa que criador de toros de lidia. Por tradición y por una afición desmedida por el campo, por conseguir un toro noble y bravo, que emocionara con sus embestidas a aficionados y toreros. Lo logró, y su legado sigue vivo en muchas ganaderías de la actualidad.
A partir de 1975 y hasta 1986 dirigió la divisa de Jandilla, y al año siguiente formó la suya propia con la parte que le correspondió, al dividirse con su hermano Borja. Se hizo con el histórico hierro de Zalduendo, y aunque mantuvo hierro, señal y divisa, los nuevos ejemplares nada tenían que ver con los míticos astados navarros.
Ahondó en la sangre Domecq, seleccionó en la búsqueda de la excelencia, de un animal con casta, de preciosa lámina, con las hechuras imprescindibles para llevar en sus arrancadas todo lo que él entendía que debía transmitir un toro bravo, su bonhomía también.
Hasta 1992 no lidió su primera corrida con el nombre de Zalduendo, y a partir de ahí se colocó como figura indiscutible de los ganaderos. Los zalduendos de Fernando Domecq eran cada vez más codiciados, demandados por las figuras, imprescindibles en las ferias más importantes. Son incontables los toros destacados, pero como ejemplo de uno de los mejores esta, sin duda, «Jarabito», un astado que inmortalizó Emilio Muñoz en la Maestranza sevillana en una de las mejores faenas de su carrera. Fue el 20 de abril de 1999, y cuenta la crónica abecedaria que «el ejemplar de Zalduendo, completísimo durante toda la lidia, entregó sus orejas a Muñoz con sus largas y francas embestidas».
En 2014, tras una larga reflexión, decidió desprenderse de la ganadería, que pasó a las manos del empresario mexicano Antonio Bailleres. Él mismo declaró que lo dejaba porque no se sentía valorado como ganadero. Y siempre el toro bravo en la sangre: «Nunca diré que he muerto como ganadero. El futuro es impredecible». Muchos, seguro que recordaron ayer sus palabras durante el minuto de silencio que se guardó en Las Ventas en su memoria, en el sentido homenaje a un ganadero de dinastía.
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