Carmen Tello se hartó de aplaudir desde la barrera. Y los tendidos al unísono -casi llenos en una novillada, tomen nota-, que corearon oooles cuando José remataba los pases de pecho hasta
la hombrera contraria. Fluyeron los cambios de mano, los adornos caros y
un torerísimo epílogo. Todo con naturalidad, sin imitaciones. La llamada de la sangre. El latir de la torería. No falló ni la espada, que se hundió contraria con lentitud y abrió las compuertas de las dos orejas.
Agua y vida otra vez en el potable sexto, ante el que volvió a sorprender con su despaciosidad y su sentido de la medida. Se adivinaron las carencias lógicas por el breve oficio, pero queriendo hacer el toreo bueno. El de ayer y el de hoy. El que no pasa de moda.
Quien sí anda sobradísimo es José Garrido, al que
la presidencia birló un trofeo después de una faena en la que ligó y
templó al boyante quinto, con una entrega total. Valiente y capaz se mostró también frente al segundo, que sangró una barbaridad y embistió sin clase. El extremeño aguantó con firmeza y superioridad. Solo el acero empañó su apabullante actuación.
Fernando Rey
arrebató una oreja del bravo cuarto tras una arrolladora labor, en la
que faltó acople de tanta revolucionada ansia de triunfo. Con el
primero, noble pero que se revolvía presto, la disposición fue su marca.
Al filo de las nueve, el reloj, parado y sin pulso, presenciaba la salida a hombros de José Ruiz Muñoz. Con permiso y en el nombre de Curro, José Romero.
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